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Carta 3 - La muerte de Juan Esteban


Viviana Cordero. Escritora, directora teatral y de cine ecuatoriano.

Curioso, en este relato, nos cambio de nombre a todos. Pensaba que debía tratarse de una ficción. En todo caso es mi historia. Lo que ocurrió en un momento muy duro y desde mi visión. Este evento es el que me ha hecho lo que soy. Juan Esteban es Juan Ricardo, así lo bauticé en El Paraíso de Ariana.


Se escuchaba el sonido de los helicópteros. Era un cielo azul con algunas nubes blancas. Los buzos descendían hacia el fondo. Los caballos recorrían el lugar. La gente estaba amontonada en La Chorrera, la cascada del río Pita. Desde la mañana había comenzado a llenarse de gente el lugar. Al mediodía alguien gritó: "Encontramos el segundo cadáver”.


Mamá se encontraba en ese momento conmigo y Valeria en algún lado de ese paraje. Acompañada por amigos y parientes, tu madre pensaba que no podías estar muerto. Que te iban a encontrar herido. Yo, en cambio, no tenía pensamientos, pero la muerte no podía ser y Valeria pensaba igual que yo. Cuando Sergio, uno de los mejores amigos de la familia apareció y dijo: Carmen, ya le encontraron, ella se abalanzó hacia donde estaba Sergio. Él lloraba a mares. No podía calmarse: Muerto, Carmen, muerto.


¿Muerto?

Muerto, Carmen.

No, no puede ser.

Sí, Carmen.


Sus hermanos se apresuraron a rodearla, preocupados por ella. La muerte de un hijo es algo espantoso, pero la muerte de Juan Ricardo, la esperanza de la familia, el sueño de Mamá, era inconcebible.


Ahora sí maldigo a la vida dijo ella.

Nadie respondió. Todos estaban a su lado.

Ahora sí maldigo a la vida.


Lo que ocurrió después ya fue simplemente la constatación del hecho, la muerte de la esperanza. La gente de la ambulancia te puso en la camilla. Mami, Valeria y yo te miramos desesperadas. Tu cuerpo era extraño. Eras tú, pero ya no eras tú. Tenías la pierna colgada. Tu rostro inmóvil y frío. Por lo demás ya no había nada que te permitiera volver. Eso es lo que pensé. Eso es lo que era la muerte. Nada dentro de tu cuerpo. No se sentía nada.


Los buzos y la gente que estaba ayudando te habían sacado de la cascada. Mi mochila, que tú por ayudarme te habías colocado en tus espaldas durante el paseo se había quedado atorada en una piedra y aunque tenías la cadera fracturada saliste casi perfecto pues no te ahogaste, te golpeaste y te quedaste parado dentro de la cascada. Era la muerte más purificadora y espiritual que alguien hubiera podido recibir.

 

Nos veo, ahora, en el presente, Mamá; Valeria y yo contemplando como te colocan en la camilla y te meten a la ambulancia. Mamá piensa que debería irse contigo en la ambulancia, pero nos mira a Valeria y a mí casi enloquecidas de dolor y se queda. Es algo de lo que se arrepentirá siempre. Hubiera querido acompañarte. A su hermano le pide: Aníbal, por favor, acompáñale. Aníbal no duda, pero la ambulancia parte tan rápido que en la mitad del camino se abre la puerta y Aníbal rueda por las laderas. De familia son tiesos y poco ágiles con el cuerpo, pero por suerte a él, no lo ocurre nada. Viajas solo hacia la morgue, Juan Ricardo. Ya no eres de este mundo piensa Carmen, pero es su hijo y le atormenta la idea de imaginarlo solito en ese sórdido y frío vehículo.


Nosotras vamos en el auto conducidas por mi novio de la época. La ambulancia va demasiado rápido. Ya, para qué se dice Mamá con dolor. No entiende cuál es el apuro si ya no pueden salvarte. Piensa rápidamente en Jerónimo, su otro hijo, mi hermano menor. Está de viaje por Córcega, no tiene idea de lo ocurrido. Pero Jerónimo algo presiente. Durante dos noches en el barco a esa isla no hace más que tener presentimientos negros. Así me lo dice después. A su amigo Won le comenta una noche que si el Ávalon, mi perro falleciera, yo me volvería loca. Y Ávalon tampoco es de este mundo porque Juan Ricardo murió por tratar de salvar a Ávalon.


Síguele, le pide Mamá a Pedro, mi novio. Pedro acelera a fondo. La ambulancia pasa el peaje de la autopista de los Chillos donde doce años atrás se estrelló Papá. Mi madre no puede evitar recordarlo. Hoy, Juan Ricardo no paga peaje dice Pedro y se pasa de largo a velocidad.


Así llegamos a la morgue. El dolor para mí es físico. Va entrando la gente, entre esas, personas que deberían mejor ser discretas y no acercarse en ese momento, como antiguas empleadas o supuestos conocidos a los que ni siquiera recordamos bien. Yo quisiera que se marchen.


Mamá es más política. Ella es de la vieja generación, agradece el que la gente le venga a dar el pésame.

Dicen que deben hacerle una autopsia para poder enterrarle propiamente, pero por suerte el doctor de la familia ayuda y autorizan a que lo vistan para ser sepultado. Valeria ha ido a traer su traje de conciertos y su capa de Chez Maxims. Ahora va al concierto más importante, piensa ella. No puede parar de llorar, su hermano mayor, su hermano adorado, la imagen de padre que perdió de niña.


Mis tíos se acercan. Siempre hemos sido tan cercanos. Deben ir a comprar el ataúd. Que sea algo sobrio pide Mamá. Quisiera ir a comprarlo ella. Tiene miedo que le traigan algo de espantoso mal gusto. Algo sobrio por favor, pide. Sabe que ella no puede irse.


Yo entro un momento a un carro, no sé de quién y durante unos minutos me quedo dormida. Estamos esquiando, es el mismo paraje de la Sierra Nevada cuando fuimos a los Pirineos, en España hacía diez años. Recuerdo que casi no podía ver a mis hermanos Juan Ricardo y Jerónimo, tan espesa era la niebla. Les gritaba y me sentía perdida. Ahora es igual, sólo que en arena ¡No puedo seguir! Le grito a Juan Ricardo y Juan Ricardo muerto de risa se da la vuelta y me contesta ¡Claro que puedes, por supuesto que puedes! Despierto. Fue real, no fue un sueño, estoy en la morgue porque mi hermano Juan Ricardo ha muerto y no puedo con el dolor. Me duelen los tobillos. Me duele el pecho y me duele la garganta.


Como a las tres de la tarde está listo el ataúd y está listo Juan Ricardo para salir a la casa. Cuando llegamos al departamento de Mamá, hay demasiada gente. Todos los músicos que en algún momento tocaron con él lo esperan y ayudan a subir el ataúd ¡Se van los mejores! Grita uno de sus mejores amigos.


El ataúd es colocado bajo el piano. Durante dos días no paran de llegar personas que quieren dar el pésame. Con Jerónimo logran hablar como al segundo día. Es Valeria quien se ha movilizado telefónicamente con el mundo para encontrarlo. No había celulares en esa época, ni Internet, ni nada. "Hijito, tu hermano se nos fue", le dice Mamá. Cuando escucha la noticia siente desmayarse. No le dejes solo le pide Carmen a Won. Juan Ricardo ya está enterrado así que no tienen que correr. Durante dos días manejarán hasta llegar a París para embarcarse a Quito. Won lo acompañará hasta el destino final.


A Juan Ricardo lo llevaron a la Basílica a las tres de la tarde, a dos días exactos de su fallecimiento. Juan Ricardo amaba la Basílica. Juan Ricardo, tenías veinte y cinco años y ahora estabas muerto.

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