Lo he leído y no puedo dejar de escribir al respecto. Un hombre apuñala a su novia encinta, con la policía a pocos pasos. Diana agoniza en la acera, ante la mirada de decenas de observadores. ¿En qué mundo vivimos? En el de siempre. Investigando, encuentro una crónica sobre la violación de la época del Imperio Romano. Un hombre pasa por la plaza y agarra una niña de cinco años, que dice él iba ligerita de ropas. La toma sin más. Y a este individuo no le pasa nada. ¿Creemos que el mundo está peor ahora? Me atrevo a decir que no, que sigue igual de malo, pero que ahora nos enteramos de muchas cosas que antes sucedían en silencio. Esta información que ahora compartimos nos afecta, nos deprime. Entonces, nos sentimos peor. Pero, en realidad, sí estamos mejor.
Por lo menos ahora hay marchas y reclamos públicos. Y #MeToo. Y protestas en las redes sociales. Sin embargo, sigue vigente la pregunta, ¿por qué una mujer aguanta tanto? Supuestamente, la iglesia católica ya permite y autoriza a la esposa a irse de su casa a la primera, a la primera bofetada, al primer grito, al primer abuso. Entonces, ¿por qué nos quedamos en relaciones tóxicas? ¿Acaso porque somos tontas? ¿Acaso porque hay alguna hormona aun no descubierta que, así como la serotonina provoca alegría, esta otra provoca sumisión?
He llegado a conocer decenas de casos de mujeres como parte de una obra en la que estoy trabajando. Surgió a raíz de que sufrí en carne propia una amenaza que supongo “no fue grave”. Digo “supongo” con espesa ironía. Sospecho que ese es también un error femenino, el creer que una amenaza no es grave hasta el día que el maltrato se torna corporalmente grave, o hasta fatal. Yo sentí el escalofrío que produce ver la punta afilada de un cuchillo cerca de mi pecho. Sentí el pavor de la impotencia. Sentí el pánico de verme obligada a rogar por mi vida. Este individuo me explicó que tan solo me estaba dosificando una “cucharada de mi propia medicina”. Y yo me la creí. Curioso. En retrospectiva, inaudito. Qué tal, ¿una “cucharada de mi propia medicina”? Y una se lo cree. Y hasta pide perdón. La hija chiquita de una conocida fue abusada por años por su marido. Nadie se enteró hasta que la niña creció. Algunas mujeres culparon a la madre del abuso porque ella no se percató. La culpa es nuestra. Siempre. La culpa es de la violada, no del violador.
En nuestra mente, la llamada realidad no es una cosa concreta, objetiva e imparcial. Es tal como una se la pinta. Es lo que una imagina. Es lo que una quiere ver. Aunque la voz interior te esté gritando que no es así, que algo te están escondiendo, que algo no cuadra. Sucede que, algunas veces, una no quiere abrir bien los ojos por miedo a tener que reconocer lo que realmente está pasando. Y, en otras, tampoco abre bien los ojos porque es difícil aceptar que nuestra vida no ha resultado como la habíamos imaginado, y que la situación se va a poner color de hormiga si una enfrenta la realidad. Y, en otros momentos, una no abre bien los ojos porque se requiere mucho coraje para abandonar aquel hogar de cuento de hadas que una ha venido describiendo a todas las amigas por muchos años.
Recién ahora, tres años y medio después del incidente que ya mencioné, soy capaz de reconocer que viví muchos años en un ambiente de violencia psicológica. Me daba mil razones para justificarlo, para entenderlo, pero, en el fondo, nunca lograba aceptarlo del todo. Vivía un penoso conflicto emocional interno. Una acaba creyendo que quien está mal es una misma. Que quien ha provocado ese ambiente es una misma. Poco puedo contribuir con nuevos conceptos o consejos en casos como el de Diana, salvo solidarizarme y compartir mi experiencia. Comunicar, con humildad, que he hallado la fuerza para aceptar mis sentimientos de sumisión y de miedo. Mi adicción, tal vez. No es fácil. Una siempre quiere aparentar que está bien. Durante muchos años, yo transmití a mis parientes y amigos una imagen de vida perfecta, tal vez no perfecta, pero sí muy buena, y sin problemas graves. Ya no. Nunca más.
Tenía programado estrenar una pieza teatral en abril y decidí no hacerlo. En esta pieza se daba la palabra a los hombres. Dije, no. No, ya no quiero. Porque no es que no les entienda, sino porque creo que aceptar la infidelidad duele; aceptar la mentira duele. Aunque manifesté en un blog anterior que hemos avanzado bastante, todavía nos falta un largo trecho para aprender a tener la fuerza de estar solas. Hay mujeres que me sorprenden con su entereza y su fortaleza. Otras, en cambio, seguimos albergando recelos y miedos. Dicho esto, lo que ahora me gusta de mí, y lo que puedo transmitir a mis compañeras de género, es que he llegado a ser capaz de hablar de la materia, sin sustos. Como muchas, también fui acosada en mi niñez, y decidí bloquearlo. No me traumó. Sigo sólidamente en pie. Lo duro es que, por muchos años, creí que fui yo quien provocó aquel acoso, que fue mi culpa, a tal punto que no me atreví a contarlo a nadie, ni siquiera a mí misma.
Más adelante, yo seguía siendo la persona mala. La mala por dejar que me griten… algo habría hecho para merecerlo. La mala por dejar que me traicionen… debía ser por fea o gorda. Solían decirme como justificación, anda y mírate al espejo, con esa facha no provocas. Es fácil hablar de otros en tercera persona, pero qué difícil es hablar de una misma. Peor en voz alta. Pero sostengo que, a veces, y en memoria de Diana, sobre todo en este tipo de situaciones, si nosotras queremos que las cosas cambien, entonces nos corresponde dar un paso al frente.
No guardo sentimientos negativos hacia ningún episodio que he vivido. No he retenido rabia ni rencor, aunque tal vez sí, a veces, hacia mí misma por haber permitido conductas que me ofendían. En cambio, se desbordan mis iras y mi rabia contra aquella gente morbosa que graba un video pasivamente, en vez de ayudar. Contra los testigos que observaron el drama de Diana y no levantaron un dedo por salvarla. Contra los brutales violadores de Martha. Contra los hombres y mujeres que miran un video por satisfacer sus ansias de ver una escena horrorosa, y así viralizan esa realidad. Contra las canciones de reggaetón que baila la generación de mi hijo, en las que cantan que la mujer sí lo quiere, aunque esté diciendo que no; que sí lo está disfrutando, así que no se detengan.
También proyecto mi rabia hacia la obsesión femenina cuando es claro que no nos quieren. Aun así, seguimos insistiendo. El ejemplo es una chica guapa y joven de la que acabo de conocer, que cree que puede conquistar a aquel hombre, aunque él le haya informado, de todas las formas posibles, que no y que no. Sin embargo, ella se sigue humillando y no se mide en sus mensajes, ni en su intensidad, ni en su acoso. Siento tristeza también cuando observo esa falta de dignidad que nos caracteriza en muchas ocasiones a las mujeres.
Debo admitir que la vida no es blanco y negro, y que el ser humano tiene muchos sentimientos encontrados que hacen difícil manejar las relaciones y casi imposible dar consejos válidos para todo el mundo. Por eso termino con un deseo, que sigamos avanzando, que no nos quedemos solamente con el dolor, que no esperemos hasta que sea demasiado tarde porque no nos atrevimos a pedir ayuda cuando los hechos nos gritaban que la situación ya era grave. Toma tiempo escapar de una relación tóxica, pero siempre se puede, aunque parezca imposible. O, por lo menos, escribirlo.
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