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Carta 82 - ¿Será que sí dormiré bien?


Viviana Cordero

Lo hice hasta los treinta años. Y lo hice muy bien. Salvo contadas ocasiones, el sueño no fue un problema en mi vida. Una virtud que heredé de mi padre. En una ocasión, me quedé dormida en la mitad de la extracción del nervio de una muela. Aquel dentista no podía comprender cómo, mientras él realizaba una operación larguísima y por demás complicada, yo estaba profunda, completamente ausente y desconectada del dolor. Mi tío Simón, en las dos ocasiones en que me acompañó de regreso a París, me odió porque, desde el momento en que nos sentábamos en el avión, yo caía dormida y seguía así hasta aterrizar. ¡Qué bonitos eran esos momentos! Dormí bien inclusive en los meses posteriores a tu muerte, Juan. Eran mis horas para olvidar que ya no estabas, y lo único malo era la despertada.


¿Qué pasó después? Dos acontecimientos, o tres. El primero, ser madre. La noche del parto, mi mamá me anunció: Has dormido muy bien hasta ahora, pero eso ya se acabó. Espero que lo hayas disfrutado porque ese sueño sin interrupciones nunca más volverá. De ahora en adelante tu sueño será ligero, y ya nunca más podrás disfrutar de una noche completa de paz y descanso. Hablaba como el oráculo de Delfos, mas no le creí. No podían cambiar las cosas así de golpe, literalmente de la noche a la mañana. Pero cambiaron, y cambiaron radicalmente. En este caso no porque no tuviera sueño, sino porque mis mellizas nacieron prematuras y tenían que comer cada dos horas. Y la nevera era yo. Les di el seno un año completo porque, obsesiva como soy, había leído acerca de la liga de la leche y que nada suplía la leche materna. Tampoco tenía dinero a la época para costear una enfermera nocturna. Así que, aunque mi regalo más preciado hubiera sido una noche, gozar una sola noche de sueño completo en el curso de ese año, nunca pude. En cuanto a la leche materna, sigo creyendo que vale la pena jugársela para los hijos. De manera que, si alguna lectora es nueva madre, mi mensaje hoy es que la leche materna es lo mejor. Les cura todas las enfermedades, es su vínculo íntimo con la madre y es su escudo protector. Es el mejor calmante para los bebés y para la madre también, porque emitimos prolactina, que es superior a cualquier clonazepam u otro calmante químico. En todo caso, entre que les daba de comer a las mellizas, les cambiaba y les quitaba los gases, me quedaba una hora para dormir hasta la siguiente ronda. El papá poco o nada colaboraba en estos menesteres y, de lo que me he enterado, la mayoría duerme muy plácidamente.



Lo curioso es que sí lograba dormirme muy pronto, no me quedaba desvelada. Pero nunca dormí las horas suficientes. La consecuencia es que terminé tan agotada que algo colapsó en mi sistema nervioso e inmune y, al poco tiempo, vino la enfermedad de Addison, materia para otro blog. Con este mal, definitivamente, y para siempre, ya no pude volver a dormir con tranquilidad. Sus síntomas se presentan muchas veces en la mitad de la noche y, aunque los puedo controlar, ya no disfruto de una tranquilidad absoluta. No es que padezca de insomnio, lejos de ello, sigo disfrutando de un buen sueño, pero ni cerca a lo que me ocurrió el pasado jueves. No sé si fue la cama o la vista al océano de Miami pero, después que cerré los ojos como a las diez de la noche, me invadió una paz que no he sentido en muchísimo, pero muchísimo tiempo. Dormí de un tirón y sin pesadillas hasta las 7 de la mañana. Porque ese es otro problema y, supongo, tema para otro blog: mis pesadillas tan vívidas y aterradoras que no se las deseo ni a mi peor enemigo.


Volviendo atrás, el tercer acontecimiento fue mi tercer divorcio. A esa fecha, el sueño me llegaba a las 10 de la noche, pero me despertaba a las 4 de la mañana, o inclusive antes, y me quedaba paralizada, en estado de terror. Entonces me recetaron pastillas para dormir. No había otra opción. Era maravilloso cerrar los ojos y esperar muy poco tiempo para irme al mundo del sueño profundo. Tal vez por masoquismo decidí dejarlas, y enfrentarme al miedo y la ansiedad. Comencé a recoger pedacitos de mi ser y, mientras peleaba para eliminar mi dependencia de estas pastillas, vi una entrevista a Marianne Williamson. Ella es una de las más destacadas autoras sobre espiritualidad y autoconocimiento y, aunque se la catalogue como “autoayuda”, yo no la ubicaría por ahí. Marianne es una mujer muy preparada que se candidatizó para el Congreso de Estados Unidos hace pocos años y cuyos criterios son muy realistas. Ahora se plantea su candidatura a la presidencia en las elecciones del 2020. Uno de sus libros se titula From Tears to Triumph (De las Lágrimas al Triunfo). En un capítulo, ella propone enfrentar la noche en blanco, hallando la fuerza para sobrevivirla, aunque sea a costa de arrastrarse del agotamiento al día siguiente. Williamson sostiene que la vida es complicada para todos y que, si bien es bueno mantenernos positivos, no siempre es fácil lograrlo. Toca aceptar que, a veces, uno tiene un mal día. Toca aceptar que las cosas no son tan sencillas. Toca encontrar la valentía para decir: hoy estoy triste. Detesto con todas mis fuerzas a quien me diga: Dios sabrá por qué. O, todo sucede por alguna razón. ¡Ja! No es cierto. Hay ocasiones cuando las cosas se ponen feas y punto, así como hay momentos maravillosos y punto. En fin, en un momento dado me atreví a dar el paso y a enfrentar todo lo que me sucedía. En otro blog (se está haciendo larga la lista de pendientes…) comentaré sobre los antidepresivos. No es fácil dejar estas pastillas, peor con mi Addison a cuestas, una enfermedad que acentúa los miedos. De pronto, despierto a eso de la 1 de la madrugada, presa del pánico. Sin embargo, poco a poco, voy logrando superar mis miedos. Por contradictorio que parezca, hay muchos días cuando ya no me da miedo tener miedo. ¡Wow! Ya no me da miedo tener miedo. ¡Cómo me cuesta decirlo!



Quizás estoy adquiriendo ciertos rasgos masculinos y estoy comenzando a tener que obligarme a contar mis cosas. Muchos hombres sostienen que es mejor callar. Lo he pensado y tal vez añada a mis resoluciones de Año Nuevo que el 2020 sea un año de silencio. La verdad, no me gusta hablar y ser juzgada; no me gusta que se rían de lo que siento; no me gusta que me digan que hablar no es bueno; no me gusta que me digan que parezco “disco rayado”, dándole a lo mismo y a lo mismo. Así soy, pero estoy tratando de evolucionar. A lo mejor, sí lo logro, y me convierto en un ser silencioso de pocas palabras. Tal vez ya esté avanzando en esa línea porque este blog, donde cuento mis experiencias y mis sentimientos, muchas veces sale presionado por mi Bogie y por Germánico, mi asesor de redes sociales. Ellos esperan que todos los martes, sin falta y a la hora programada, esté listo el striptease emocional de Viviana. Me río a veces, solo de pensarlo. Y debo reconocer que, gracias a ellos, me he ido descubriendo, aunque haya muchos momentos cuando me da vergüenza escribir sobre lo que siento o lo que me pasa. Yo, la niña más tímida del Colegio Americano de Quito, la que miraba a las chicas populares con admiración, ahora cuenta en detalle muchos de sus momentos privados. Pero lo que ocurre es que ahora, a mis 54 años, alejada de aquella niña que escondía aterrada sus diarios y contaba a medias las cosas porque no se debía, he decidido correr el riesgo de soltar todo en público, porque a alguien le servirá y porque me gusta escribir.


¿No escribes fantasía? Hace unos días me soltó esta pregunta una periodista. Desgraciadamente, no poseo ese don. Soy incapaz de inventar personajes del orden de Harry Potter y dotarles de todos los sentimientos de mi interior. El miedo de Harry y el dolor de Ron son, en realidad, los dolores propios de su autora, pero ella los puede disimular en sus personajes. Yo no. Yo debo dejar mi herida, o mi alegría, abierta, a flor de piel, mostrando toda su sangre, su pus y su suciedad. Eso sí, ojo, con la potestad de cada lector de suspender la lectura si no le gusta. No está obligado a leerme, aunque me encanta que así sea. A todos nos gusta que nos hagan caso. Entonces, debo hablar de mí, porque no tengo un personaje ficticio a quien le pueda dotar de mis defectos y virtudes. Soy una observadora de mí misma. Tal como C.S. Lewis en su libro Una Pena en Observación. Él observa objetivamente su dolor y su pena frente a la muerte de su esposa, con la frialdad propia de un análisis científico.


A través de estos blogs en observación, he llegado a la conclusión de que yo soy un ser humano. Me examino, me analizo, me río de mí misma. A veces estoy decepcionada, a veces orgullosa, a veces apenada. ¿Y por qué no? Me atrevo a otorgarme el don de la valentía. La escritura es de valientes, porque toca verse en el espejo y quitarse la máscara. Debo confesar que, en algunas ocasiones, me encuentro con ciertas personas y me invade una vergüenza de hablar con ellos sobre lo que he escrito. Tal vez por esto prefiero salir poco.



En todo caso, regresando a lo de dormir bien, quisiera volver a dormir bien de forma constante, no esporádicamente. Ahora, cada noche, enfrento el vacío. ¿Será que sí dormiré bien? Y ya muchas veces la respuesta es positiva. Quito no me ayuda. Es un lugar frío y a mí no me gusta el frío. De hecho, lo odio. Pero, me tocó. Acostada, a veces me acechan pensamientos sobre mi presente y mi futuro. Tal vez de chica me dormía tranquila porque creía en el angelito de la guarda. Porque estaban mis padres en el cuarto del frente. Porque era joven y creía en cosas que ya no creo. Porque pensaba que existían los finales felices, esos de cuentos de hadas. Ahora, de vez en cuando, creo en estas cosas buenas, pero no muy a menudo. Mi presente es distinto, y por eso me pareció algo tan especial ese sueño espectacular del pasado jueves. El viernes, en cambio, ya no pude dormir. Pensaba que mi hija viajaba el domingo a Milán donde cursa sus estudios, que allá está sola, que en diciembre le habían robado haciéndole pasar un susto horrible, que estamos a un océano de distancia, y que esa noche que ella dormía a mi lado le dolía el estómago. Ella me había preguntado esa tarde, ¿qué se siente vivir sin mamá? Y sí, ya estoy vieja para llorar por no tener mamá, pero tal vez antes, el saber que estaba cerca, me permitía cerrar los ojos y dormir en paz. Probablemente quien no dormía era ella, pensando en mis problemas. No digo esto en tono negativo, ni de queja. De nuevo, escribo aquí para analizar objetivamente lo que me sucede, evitando un juicio de valor.


Las noches son oscuras. Uno quisiera cerrar los ojos y despertar recién al día siguiente. A veces se puede y ¿otras? Simplemente hay que enfrentarlas. Eso es lo que yo propongo. A algunos les sirve leer todas las noches. A mí, solo a veces. A otros les sirve una copa de vino (dicen que el de consagrar es lo máximo, habrá que probarlo). A lo que voy no es a intentar encontrar una solución, sino a recuperar esa sensación única que disfruté hace pocos días, que me llevó de vuelta a mi niñez, a poder acostarme y, en menos de tres minutos, sentir que me iba, que me iba en paz, y que cuando volví a abrir mis ojos ya era de mañana, y estaba radiante porque tendría un día entero para disfrutar del mar y de mi hija.


Hay gente que padece de insomnio crónico. No es mi caso. Un buen número recurre a las pastillas porque no pueden encuentran otra fórmula. La mente es un amigo o enemigo de mucho cuidado. Igual, su pariente cercano, el subconsciente. Suena tan fácil decir: tranquilízate. No es que uno quiera hacerse historias en la cabeza. Si otros piensan que sí, que lo que necesitamos es un llamado de atención, están redondamente equivocados. El dormir bien no tiene precio. Todos anhelamos hacerlo. Antenoche llegué de viaje. Entendí una noticia de manera equivocada y me asustó. Obviamente, no dormí. La ansiedad estaba de ronda. Eran las 12 de la noche y sabía que nada podía hacer. Sería ideal poder evitar malas noticias por la noche, poder aplicar la regla de que no te cuenten nada malo pasadas las 6 de la tarde, porque a las 8, en mi caso, ya es demasiado tarde y perturbará mi sueño. Puedes resolver no leer correos ni ver noticias de noche, como me ha sugerido mi Bogie. Pero nadie te libra que te llegue alguna novedad fea que te altere. Y esta reacción nocturna, esta intranquilidad que te impide un sueño profundo, se intensifica con ciertas enfermedades, como es el caso de mi Addison. Simplemente convivir con esto es complicado y las situaciones difíciles tienden a magnificarse. Esto es difícil de comprender, así que no me hago mayor lío tratando de explicarlo. Todos los seres humanos sufrimos de algo y resulta que mi Addison multiplica cualquier sentimiento, hasta el de felicidad. Conozco dos personas que son la calma total, mi Bogie y mi padre que ya se fue hace tiempo. Bogie duerme profundo hasta en los peores momentos, y yo lo miro con una ligera envidia. Me cuenta que, ni en sus peores reveses, perdió el sueño. Mi padre lo hizo tan bien que fue la causa de su muerte. Se murió manejando, por quedarse dormido. ¡Vaya ironía!



A veces le digo a mi hijo: si me dormí viendo una película, no me despiertes, porque no voy a poder conciliar el sueño una segunda vez. Yo debo prepararme para lograr dormir bien: debo acostarme temprano, desconectarme del mundo, evitar prestarles mucha atención a mis pensamientos. Dicho esto, me siento orgullosa del camino ya recorrido. Me complace observar que hay noches, como aquella de la semana pasada, que son perfectas. Cuando no es así, tampoco es tan grave una noche en blanco. Excepto en un viaje largo por avión. Diez horas a Europa y, por favor, denme un tranquilizante para caballo, porque esos asientos diminutos en un avión repleto estresan a cualquiera. Sigo aspirando a ser casi perfecta, estilo Mary Poppins, pero reconozco que todavía soy una bolsa llena de miedos y cucarachas más un par de esperancitas e ilusiones y, por suerte, una buena dosis de carcajadas. Como dice esa cancion Stairway to Heaven de Led Zeppelin, “Does anybody remember laughter?” (¿Alguien recuerda la risa? ). Yo sí. En este instante me estoy riendo de mí misma y de mis angustias. Así me llamabas con cariño, Juan: Angustias. Acto seguido, soltabas una gran carcajada mientras me mirabas desafiante. Te extraño, donde quiera que estés. ¿Y si esta noche no logro dormir? Siempre está esa grandiosa teleserie en Amazon, Mrs. Maisel.

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