¿Qué he traído conmigo a Lisboa? Supongo que un montón de cosas inservibles. Otras, indispensables. Seis maletas aterrizaron conmigo.
El avión despegó y sentí miedo. No miedo, verdadero pavor. No entendía lo que había ocurrido. ¿En qué momento se me ocurrió esta locura? Tenía un precioso departamento y una vida cómoda. Me conocían en el barrio. En el medio cultural me había ganado respeto. Ahora, me marchaba como una emigrante más, anónima en esta nueva ciudad, donde conozco a casi nadie. Cuando nos llamaron a abordar, mi hijo Tiag y yo entramos a la manga, nos dimos un abrazo y nos dijimos: somos el mejor equipo, vamos a vivir esta aventura. Se me cerró la garganta. El avión se elevaba. A lo lejos, cada vez más lejos, quedaba la ciudad a la que no volvería en mucho tiempo. Mi familia, mis amigos, lo más cercano a mí. Muchas ideas pasaban por mi cabeza y a la vez ninguna. Mi mente quedaba en blanco. Miraba a mi hijo en el avión y se volvía a cerrar mi garganta.
Estos escritos serán un va y viene, un reflexionar sobre el pasado y un vivir el presente, tal como en este momento en que no logro dormir porque para mí todavía son las siete de la noche, pero acá ya es media noche. Cuando vine en agosto del año pasado, supe que quería mudarme. Cuando aterricé de vuelta en Quito, luego de casi un mes de ausencia, supe que definitivamente quería hacerlo. Cuando salí en el último vuelo que partió de Lisboa a Estados Unidos el 11 de marzo, justo antes del cierre de vuelos por la pandemia, supe que era un hecho que quería hacerlo. Sin embargo, en numerosas madrugadas me desperté a las dos de la mañana aterrorizada, repitiéndome que todavía faltaba mucho tiempo, que tal vez era mejor esperar.
Y el tiempo pasó. Por más que la visa se demoró, llegó el día, porque todo eventualmente llega. Cuando tenía cuatro años pensaba en lo que sería ser adulta y me parecía tan lejano. Cuando tenía diez imaginaba lo que sería tener quince y parecía que eso nunca, nunca, llegaría. Cuando tenía treinta y veía a mi madre de cincuenta creía que yo jamás cumpliría esa edad. Pues, el tiempo pasó, todo llegó, y se dio el día de enrumbarme hacia Portugal.
No soy una inmigrante ilegal temerosa como doña Rosa, quien llegó hace poco y se dedica a vender pasteles en la estación de Amadora para cuidar de su hijo en estado vegetal tras caerse desde un tercer piso. Soy una mujer afortunada que puede permitirse este sueño. Y, sin embargo… ¿a qué se aferra uno? El personaje Julián de mi novela Voces piensa que uno regresa a Quito porque, tal vez, extraña el locro y el agua de güitig. Si estuviera en Quito en este momento, tendría a mi gato y eso me daría tranquilidad. Él está ahora en casa ajena, a la espera que se abran nuevamente los vuelos para poder venir. Lo extraño. Así como a mi cobija morada que se la dejé para que me recuerde con su olfato.
En todo caso, volviendo al relato, aterrizamos en Madrid y sentí felicidad y orgullo al pasar migración con mi visa de residente. Para mi sorpresa, no me preguntaron nada. Luego, la emoción de volver a ver a mi hija Morgana luego de ocho meses. Parecía mentira. El shock de constatar que casi todo estaba cerrado en el aeropuerto de Barajas por la pandemia, y la alegría de encontrar el único sitio abierto, un lugar de embutidos. Un señor nos miró cuando nos sentamos en el suelo, y nos cedió su mesa. Yo pienso que era un ángel porque, cuando se alejó, le pedí a Tiag que comprara un turrón para agradecerle, pero no pudo ubicarlo, a pesar de que solo hay una puerta para entrar a migración. Extraño. Me agradó imaginar que se trataba de un ángel que nos proporcionaba esa mesa para que nos sentáramos juntos los tres.
Nos despedimos de mi hija que vive en Madrid. Para las 9 de la noche, aterrizamos en nuestra nueva casa: Lisboa, ciudad con nombre de poema. Seis maletas y un taxi que nos esperaba para llevarnos al hotel, lugar donde dormiríamos exhaustos todo el día siguiente. Debíamos llegar a un hotel para que nos registre el SEF (Servicio de Extranjería). Había programado permanecer en el hotel dos días hasta acoplarnos al cambio horario. Entonces, el domingo iríamos a nuestra primera casa, un alquiler airbnb, cerca de Sintra.
Dicen que la mejor fruta del mundo está en Portugal. Dicen que el jardín del Edén se encuentra en Portugal. Todo esto pensaba mientras me desvelaba, mientras padecía de la angustia derivada de mi decisión. Porque, en cualquier lado, todo se percibe más difícil cuando ya es de noche. Porque todavía no tengo claro qué mismo he venido a buscar en este país que no pueda hallar en Quito. ¿Por qué resolví volver a Europa? ¿Por el espresso y por los castillos medievales? Buena pregunta. A mis veinte y tres, Europa era mi casa. Regresé al Ecuador, y fue mi casa por mucho tiempo. Ahora, a los cincuenta y seis, estoy en un cuarto de hotel, presa de una gran incertidumbre y rodeada de muchísimos recelos. Sin embargo, mi cabeza está decidida a seguir adelante, por más que mi estómago sea un nudo de miedos.
(Continuará…)
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