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Carta 103 - Independencia infantil



Todo empieza con una conversación en una reunión social cuando menciono que mi hijo Tiag viajó a su campamento de verano. Por tercera vez, él tomó el avión solo, y por tercera vez lo despedí en el aeropuerto. Tan pequeño y, ¿ya viaja solo? Bueno, ya no es tan pequeño, tiene 14 años, y va al cuidado de la azafata. En ese momento, llegó a mi mente, sin previo aviso, como suelen llegar los recuerdos, pero convocado por las circunstancias, aquel lejano día en que mi madre me llevó al aeropuerto para embarcarme a Guayaquil.


Extraigo a continuación una porción de un capítulo de mi novela El paraíso de Ariana que narra aquella experiencia, mi primer viaje sola, a mis seis años. Esta experiencia se la regalé a Ariana, personaje principal de la novela.


***

Ariana va a viajar a Guayaquil. Es la primera vez que se em­barcará sola en un avión. Tiene un constante revoloteo de an­sie­dad, pero al mismo tiempo su corazón se agita de alegría. Se sien­te grande, se siente independiente. Quiere demostrar a todos que puede bastarse a sí misma.


Se va a encontrar con sus primos, los hijos de la tía Sonia, her­mana de su padre. Todos en la familia opinan que son peor que un maremoto, pero para la pequeña Ariana, Marilú, Clara, San­tiago y Mari Cruz son la vida misma.


Las poquísimas veces que nos veíamos era todo un acon­te­ci­miento. Nos dedicábamos de lleno a las travesuras y poníamos la casa de la abuela Marieta patas arriba. Eran quizás los únicos mo­mentos en que esa morada brillaba con gritos de alegría y ca­rre­ras infantiles. Los techos retumbaban con nuestros juegos y no importaban las rabietas de la tía Martina o del tío Leonardo. Ellos perdían la cabeza con tanto despelote.


Hacía ya casi un año que no sabía nada de ellos cuando, una tarde, sonó el teléfono. Por la forma en que mamá hablaba, com­prendí que se trataba de una larga distancia. Yo todavía se­guía en vacaciones largas, pero había regresado de La Victoria y en Quito me sentía como un pez fuera del agua.

—Tu tía Sonia te invita a pasar unos días en Guayaquil —me anunció.

—¡Me voy mañana mismo! —grité como si hubiera recibi­do una descarga eléctrica de muchas energías—. ¡Me voy a ver a Ma­rilú!



Apenas es lunes. Ariana no se embarcará sino hasta el vier­nes. Su novelería irrumpió una vez más con impertinencia. Em­pecé a soñar con el viaje a Guayaquil. Marilú es solo un año me­nor que yo y Clara, dos. En medio de ellas me sentía más fuer­te. Al contrario de lo que sucedía con los primos de Joaquín, con Marilú y Clara yo era líder y ellas creían en mí. Jugábamos a las azafatas o a las princesas y también a las amazonas y a las can­tantes a gogó. Era estupendo representar un papel; nos con­ver­tíamos en los personajes de nuestra imaginación. Los defectos de­saparecían para volvernos seres alados y perfectos, del mundo de los cuentos, de la tierra de las hadas. Quizás por eso hasta lle­ga­mos a formar nuestra propia compañía de teatro, con disfra­ces, escenografía y todo. Ariana siente que ha llegado el momen­to de hablar sobre lo que descubrió en Navidad.


La última vez que había estado con ellas pactamos en un ju­ramento solemne: no guardarnos ningún secreto. Marilú tenía que enterarse de que no era el Niño Dios quien traía los regalos. No podía dejar que siguiera haciendo el papel de tonta, ilusio­nán­dose con una magia que no existía.


La mañana del viaje se me presentó radiante. Mi madre me llevó al aeropuerto alimentando la esperanza de encontrar al­gún amigo suyo para encargarme. De nada servían mis ruegos pa­ra que no lo hiciera. La sola idea de tener que conversar con un desconocido me aterraba.


El panorama es bueno, no aparece nadie; estoy por despe­dir­me cuando, para mi mala suerte, mamá divisa emocionada la enorme quijada llena de dientes de Bruno Iturralde, un gran ami­go de tu papá. Como era de esperarse, fui arrastrada hacia él pa­ra que me cuidara durante el viaje.

—Encantado, Carmencita —responde la voz gangosa de Bru­no—. La princesa se viene conmigo.

—¡Aaaag, qué tipo! Tiene el descaro de llamarme prince­sa. ¡Cómo lo detesto! Por medio de señas trato de hacer que ma­má comprenda que no quiero, pero ella, ni por enterada. Me toca ir sentada junto a este señor, cuya voluminosa cadera ocupa casi los dos asientos, en lugar de poder disfrutar del viaje sola, como he soñado.



Tal como lo imagino, aquello es un martirio. Bruno Itu­rral­de no me deja en paz ni un segundo. No para de hablar de sus hijas y dice que tengo que hacerme amiga de ellas.

—Es que la Pati es muy simpática, tiene muchos juegos y en la casa hasta tenemos piscina.


Bla, bla, bla, bla, bla, me importa un bledo la famosa Pati. Se calla durante unos minutos. Pienso que, por fin, me va a dejar mi­rar el cielo y las nubes. Esas nubes que parecen sólidas, que pa­recen un colchón de algodón. Estoy segura de que uno puede ca­minar sobre ellas sin caer, a pesar de que los mayores aseveran que son de aire y que se pasa a través de ellas. Yo no lo creo, los adultos mienten. Miro por la ventana: el avión se ha detenido en el cielo. La tranquilidad de aquel azul es total; hipnotizada, me dejo mecer por ella.


Estoy pensando en eso, cuando pasa la azafata con dulces y refrescos. Yo tomo una pasta, pero Bruno Iturralde decide lle­narme la mesa con pasteles. A mí aquello me provoca náusea y siento que no voy a poder con todo.


Pronto empezamos a divisar tierra. Pego mi nariz a la ven­ta­na para no perderme de nada. Casi enseguida aparece una enor­me masa de agua color café con leche. El amigo de mi padre me explica que es el río Guayas. Siento que el corazón se me pa­ra­liza, el avión baja cada vez más. De pronto... el gris del suelo. Con dureza rebotamos sobre el pavimento. Aquello sí que es dig­no de contárselo a la Abuelijita.


***

Así fue mi primer viaje a Guayaquil sola, mi primer grito de independencia. Pasé quince días en la casa de mi tía.


***

Los días siguientes transcurrieron pasivos. Por las maña­nas, los primos iban al colegio y yo me quedaba en la casa. Debía ser otra gracia de los adultos que la Costa y la Sierra no tuvieran los mismos horarios. A veces acompañaba a la tía Sonia a hacer com­pras, pero, por lo general, me quedaba leyendo. Ma­ri­lú tenía una colección fabulosa de libros. La tía no entendía esa ob­sesión. Por increíble que parezca hoy, y a pesar de mis es­ca­sos seis años, leer era una de mis diversiones favoritas. Velda pie­rde su ejér­cito, Ellas y el F.B.I, Claudina en el internado. No existía di­cha más grande que despedir a mis primos que se iban al co­le­gio y subir a encerrarme a leer hasta que me dolieran los ojos. Eso sí que tenía magia, era tan mágico como ir al cine.


Cuando llegaba el fin de semana, la tía nos mandaba a ver una película. Así fue como vi Se me subió la mostaza y nos des­ter­nillamos de la risa con todas las aventuras que corría el pobre pro­fesor de matemáticas.


Gozábamos en la oscuridad de la sala. Era muy fea la sen­sa­ción cuando se prendían las luces y la fantasía terminaba. Nun­ca era fácil volver a la vida, dolía la cabeza y la luz gol­pea­ba con brusquedad en los ojos. Por lo general, permanecía silen­cio­sa varias horas hasta aceptar que aquel mundo era especial, muy diferente al gris rutinario que me tocaba vivir.


***

Todo esto lo recuerdo ahora con nostalgia. El gusto que sentía de estar conmigo misma, la sensación de sentirme lejos de mi casa, contenta. Me asombra pensar que era tan pequeña y que no necesitaba de nadie más que de mis libros. Me asombra pensar que no tenía miedo de sentarme sola en el avión. Mis tíos decían que yo había nacido adulta, porque poco disfrutaba de los juegos infantiles. Supongo que era cierto, no me gustaban los niños. Salvo por Marilú y Joaquín, yo solo andaba entre grandes. Curioso, ahora creo que soy mucho más niña que antaño. En todo caso, y como reflexión, creo que se debe confiar más en las capacidades de los niños. Ahora hay una sobreprotección que no estoy segura funciona. Me caen mal los padres “helicópteros” que vigilan todo lo que hacen sus hijos, a toda hora. O los “bulldozers” que allanan el camino de cualquier obstáculo para que sus niños no tengan que enfrentar problemas por sí solos. Mi madre me dejaba viajar sola y eso se lo agradezco. Ella siempre me dijo: “Tú eres capaz. Confío en ti, Viviana”. Cuánto se lo agradezco. Creyó que yo podría llegar a tocar las estrellas y, aunque el camino está tortuoso, cuánto lo aprecio.

 

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