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Carlos - Tres Pasos de Baile




Mañana nace Jacinta. Les dejo unas pocas líneas de la novela. Ella tiene la palabra en este blog. Espero que les guste.

 

CARLOS

COMPRENDE A CARLOS. EN EL FONDO, LA DISTANCIA ENTRE ambos es culpa suya. Hasta los catorce años, fue el hijo más apegado. Se alejó por el impacto que le causó el encuentro fortuito con su madre, cuando ella salía de madrugada del dormitorio de Ralph Spencer. ¿De qué sirve ahora alegar que su reacción fue extrema? ¿Que el evento no fue, realmente, tan dramático? Lo que vale es que para Carlos sí lo fue. No inventas justificaciones. Por eso no lo criticas. ¿Qué podrías decirle? En algún momento, lo buscaste para darle explicaciones. Él te evadió.


Cuando supe que estaba embarazada por primera vez, sentí temor. Palpaba que mi matrimonio con Julio andaba mal. No podía contar con él. Nada iba a resultar como lo había soñado. Un día me senté en el piso, al borde de la cama. Tenía veintidós años. No vislumbré esperanza alguna para el resto de mi vida. Un escalofrío recorrió mi coxis. En voz alta me dije: «Jacinta, te jodiste».


Su embarazo fue fatal. Náuseas, ansiedad y acidez. Su madre la visitaba de vez en cuando pues vivía en otra ciudad. Su relación era cordial, pero su conversación no progresaba más allá de temas banales. Para qué entristecerla más con sus cuitas. Suficientes los sufrimientos que su madre había padecido, a su vez, con su marido. Un trazo encomiable de Jacinta es que puede callar sus dolores. Por las noches, asustada, analizaba su futuro. Por las mañanas, cosía y bordaba el ajuar para su bebé. Te obligaste a continuar. A olvidar a Francisco. Lo extrañabas. Él había viajado a Europa un par de meses antes de tu boda. Ahora comprendías que Francisco te habría dado estabilidad, aunque siguieras deseando a Julio. ¿Cómo entenderte a ti misma?


Julio no estuvo presente cuando Carlos nació. Claro que, en esa época, estar «presente» físicamente, no se estilaba. No es como ahora, que los padres asisten al nacimiento de sus hijos. Carlos nació en casa, con ayuda de las comadronas. Nunca concebiste cuánto podía doler dar a luz.

Julio apareció la semana siguiente, al cabo de una larga borrachera. Ya era costumbre. Mirando hacia atrás, más te dolió esto que el parto. Porque lo segundo, es solo físico, pasajero, y trae consigo una gran recompensa.


Recuerdo cómo me aferré a la criatura. Fue mi luz. Mi ilusión. Expulsé a Julio de mi cuarto. Como él se sabía culpable, no protestó. Doña Gertrudis, en una de sus visitas, me aconsejó que aceptara, que los hombres así mismo son. Que había que saber perdonar. Que, seguramente, no era culpa suya. Que deben haberlo obligado a beber porque parrandeaba con gente perversa. Que ella ya lo había perdonado. Que debíamos orar para que dejara el trago. Doña Gertrudis siempre lo perdonaba. Yo también.


* * *


Carlos salió de casa cuando cumplió dieciocho años, apenas se graduó. En el colegio se había interesado en el Opus Dei. Como gozaba del favor y el cariño del Rector, este le consiguió una beca a Italia. Volvió cinco años más tarde, graduado y ya novio de Ana. Durante ese tiempo, casi no escribió. Apenas tarjetas por Navidad y ocasionales escuetas pruebas de vida. Yo sí lo hacía, y por extenso. Por lo menos una o dos veces al mes. Nunca dejé de escribirle. Una jamás deja de amar a los hijos. Hasta el día de hoy, por más que viva resignada a una relación fría y distante. A final de cuentas, todo se acepta. Igual que con las enfermedades mortales. Dicen que una termina por acogerlas. Así ha sucedido con la rabia y el desamor de Carlos. Él jamás me perdonará. Jamás me querrá. Recuerdo el momento en que me informó de su viaje a Italia. Fue una tarde, faltando tres días para su partida. Me alegré por su beca y propuse una cena familiar para brindar con sus hermanos. Me respondió que estaba muy ocupado. No hubo cena ni brindis. Tampoco permitió que lo llevara al aeropuerto.


—No hace falta, mamá, me acompaña el Padre Lucio.


Carlos nunca fue agresivo. Solo cortante. Me pregunto si, con tanta religión y tantos curas, no le hablaron alguna vez de Cristo y del perdón. No puedo siquiera imaginar lo que Carlos anida en sus entrañas. Debe ser una acumulación impresionante de rencor.


Jacinta no durmió la víspera del viaje. Lloró horas y horas. Los ojos le ardían en la madrugada, cuando escuchó el agua de la ducha, sus movimientos, la llamada al Padre Lucio. Lo esperó en la puerta de su dormitorio. Él la miró con cierto despecho y un ligero aire de molestia.


—No tenías que haberte levantado.

—Cómo que no. Quiero darte un abrazo.


Carlos se acercó. Le dio una palmada seca en la espalda. Cuando Jacinta trató de besarle en la frente y darle la bendición, él se apartó.


—Ya me están esperando —gruñó, apresurado.


Bajó atropellado las escaleras, abrió la puerta y desapareció. Jacinta siguió llorando a lo largo de varios días. Nunca imaginó tener tantas lágrimas. No podías contenerte. Después, te dio una gripe tan fuerte que te tumbó en cama por quince días. Seguiste llorando. Cuando Carlos era pequeñito, un día se cayó y se golpeó la cabeza. En esa época, tú eras todo para él. Solía llamarte, mi reina. Eso se acabó...

 

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