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Carta 80 - Sobreviviendo al fin de año


Viviana Cordero, escritora.

Un fin de año abrumador. Mi problema es que siempre quiero abarcar demasiado. Este año debía hacer la cena de Navidad en mi casa, pero, conversando con mis hermanos, nos percatamos de que nunca la había organizado mi hermano Sebastián. Resolvimos entonces que sería en su casa. De pronto, caí en cuenta que tenía un montón de tiempo libre en mis manos. Mi reflejo automático no es relajarme y aprovechar sino, por el contrario, buscar nuevas ocupaciones. Afirmo esto porque nunca logro tener un real tiempo libre, no porque no me sea permitido, sino porque procuro, con éxito, cargarme de actividades. Ha sido mi problema perenne. En una ocasión decidí estrenar una obra teatral, seguir avanzando con una película y terminar una novela, todo simultáneo. Lo logré. Sin embargo, recuerdo aún aquel día que me arrastré hasta una perezosa en mi jardín y sentí que era imposible moverme de ahí, en un estado de cansancio tan agudo que me prometí no volver a meterme en tales honduras. ¡Por supuesto que esa promesa no la cumplí!



En todo caso, para el 24 de diciembre decidí hacer una casa abierta, es decir convidar a todos quienes me importan o me brindaron cariño en el 2018. Así que les invité a que pasen por mi casa a cualquier hora entre las 3 de la tarde y las 8 de la noche, y se queden tan poco o tan largo tiempo como quisieran. Anuncié que ofrecería chocolate, dulces y pasteles, pavo, bocaditos de sal y, como bebida especial navideña, un delicioso eggnog hecho en casa. Mucho antes de las 3, ya estaba cansada y nerviosa. Venía cansada desde la víspera, sin duda porque justo el día anterior había resuelto escalar el Rucu Pichincha, solo porque tenía pendiente cumplir esta tarea antes de acabar el año. Debo confesar que desde la semana anterior ya estaba arrepentida. Me cuestionaba si debía cancelar la invitación. Es que, en el fondo, soy una persona antisocial y reacia a los eventos, y persisto con ese ánimo negativo hasta que entro en ambiente, y entonces sí que disfruto de la fiesta como el que más. Pero, de antemano, pasada la euforia que me impulsa a organizar algo, es decir cuando ya envié las invitaciones, siempre paso los días previos asustada y buscando una excusa para cancelar.



Para mí, esta obra teatral no es nada nueva. En París, cuando joven, aceptaba programas para el fin de semana y luego, los viernes, me ponía a cancelar todo lo acordado porque nada se comparaba con mi cita con un gran libro o una película en la soledad de mi cuarto. O, simplemente, quedarme conversando con mis hermanos y mi madre. Me recuerdo llegar un viernes a las 8 de la noche, luego de una semana intensa de clases en La Sorbona, para quedarme acompañada hasta las 5 de la mañana por Martín Romaña, el héroe de la novela La Vida Exagerada de Martín Romaña del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique. Maravillosa, espectacular novela de cómo un latinoamericano puede convertirse en escritor en París, llena de instancias divertidas e irónicas, aderezadas con un humor negro espectacular. Así también llegué a conocer a la niña Alba de La Casa de los Espíritus de Isabel Allende, a Carmen y Colomba de Merimée, a Úrsula y Amaranta de Cien Años de Soledad, a los cadetes militares de La Ciudad y los Perros y, por supuesto, a la tía Julia de Mario Vargas Llosa. Cientos de personajes que se convirtieron en mis amigos, primero en mi buhardilla parisina de color rosado, y luego en un cuarto hermoso en el subsuelo de un apartamento embrujado en el que vivimos en París, (tema de otra historia, bastante truculenta.)


De regreso a la actualidad, esa era yo y esa sigo siendo yo. Para el 23 por la noche estaba ansiosa, extremadamente ansiosa. Cuando invito a mi casa, sufro pesadillas en las que he olvidado comprar el pan o el vino o algún otro elemento indispensable. Curioso, cuando recién visualizo una cena, por ejemplo, percibo que todo será perfecto, sin complicaciones. Es cuando se acerca la fecha, que siento que el evento es como una avalancha que escapa a mi control. Radicalmente opuesta a mi mamá, quien todo lo organizaba con gran meticulosidad y se divertía antes, durante y después de cada invitación. Yo no soy capaz. Padezco cada hora, quiero esconderme, realmente sufro. En una ocasión, no pude superar mi ansiedad y cancelé una fiesta, con mariachis incluidos, faltando literalmente tres horas para la susodicha. Sospecho que se me escapó avisar a un par de invitados, quienes llegaron a mi casa listos para una gran farra. Fue el guardia quien tuvo que informarles que se había producido una emergencia, porque yo no me atrevía a dar la cara. Supongo que padezco de algún síndrome que, hoy por hoy, ya debe tener nombre y apellido, pues a todo problema psicológico ya se lo ha nombrado. Lo positivo es que, con los años, aunque lentamente y con tropiezos, uno aprende a convivir con uno mismo, tal y como es. Una de mis resoluciones para este año es seguir aceptándome como soy, incluyendo mis sentimientos de culpa, mis dolores, mis alegrías y novelerías.



En todo caso, el día 24 se dio la casa abierta. Aparentemente, los invitados la pasaron muy bien. Vinieron muchos, y fue tan agradable su compañía. Los visualizo ahora, y me siento contenta de haber realizado este evento. Como nada es perfecto, reconozco que debí haber programado una hora menos porque, para el momento de salir para la casa de Sebastián, estaba completamente agotada. Pero, Navidad es Navidad, y encontrar el árbol del exterior de la casa de Sebastián completamente iluminado fue maravilloso. Me dijo que le tomó dos días instalar todos los bombillos y hasta una estrella en la punta. Sentarnos a una mesa deliciosa y llena de cariño me recordó que la Navidad, si uno quiere, siempre es la época más maravillosa del año, no obstante, las tiendas y los supermercados repletos, y los benditos jinglesrepetitivos. Como no exagero, dos días antes, una amiga me encontró literalmente sentada en el suelo en un mall, con los ojos desorbitados, escogiendo bastones de caramelo. Al final, todo eso lo vale porque estas situaciones dependen del cariño que una les aplique. Acepto que debo aprender a no abarcar demasiadas actividades en este 2019, porque hay momentos cuando es bonito apenas sentarse y dejar que la tarde fluya, disfrutando de cada instante. Prometo intentar hacerlo este año. También he prometido comenzar a comprar regalos desde enero, o por lo menos febrero, a fin de disfrutar la segunda quincena de diciembre, en vez de ponerme a correr como loca, sintiendo que no me alcanza el tiempo. Y si hago otra vez una casa abierta, se cerrará un poco más temprano, dejando suficiente tiempo para poder disfrutar un largo baño y marchar para la cena con mucha fuerza e ilusión, vestida de gala.


Hoy ya estoy de vuelta en Quito, luego de 11 días en la playa. Locura hasta el primero de enero, y luego paz, tranquilidad y silencio, con tiempo para pensar cómo serán estos próximos 365 días. Porque una fecha como esta, por más que parezca solo un día más del calendario, nos impulsa a que botemos los viejos cuadernos rayados de tantos sueños y deberes anteriores, para empezar a escribir nuevas resoluciones en un cuaderno limpio, en cuyas páginas todo es posible y todo puede ser perfecto.



Y por eso regresa a mi mente esta imagen del 31 de diciembre, todos deseándonos mutuamente bondades y mejoras para el próximo año. Heredé de mi padre la manía de dar discursos. Me parece que la vida vale por sus momentos especiales, y por eso, no deben pasar desapercibidos sino, todo lo contrario, resaltados. Muchos me critican por esta habladuría, y entiendo que debo resultar pesada. En la cena o en el cocktail, todos saben que la tía Vivi hablará. Hace tiempos leí algo en Selecciones de Readers Digest que me quedó grabado. No recuerdo de qué iba el artículo, pero sí que enfatizaba aquella cita que reza: “Sólo sabrás si te lo digo, pues ¿cómo saber que alguien te ama, si no te le dice? ¿Cómo saber que hiciste feliz a alguien, si no te lo dice? ¿Cómo saber inclusive que le caes mal a alguien si no te lo dice”? Muchas veces pasan los años y nunca nos enteramos que tal persona nos quiso o nos admiró. Yo prefiero expresarlo, y de manera muy directa. Resolví que la última noche del año no sea una simple cena dedicada a disfrutar de rica comida y bebida para luego ir a bailar. He optado por hallar una emoción en todos quienes están cerca, incluyendo quienes expresan muy poco sus emociones. En mi caso yo soy como (Inside-out) “Intensamente”, la película de Disney: salvo que encarno las cuatro emociones al tiempo, al menos así me cataloga mi hija Morgana.


Durante algunos años callé. Me había enmudecido y no le encontraba un sentido claro a la vida. Ahora que he comenzado a escuchar los muy recomendados podcasts Waking Up de Sam Harris, una rara mezcla de PhD en neurociencia, meditador y autor de varios libros, he notado que él busca siempre llegar al concepto del bienestar a través de una retahíla de preguntas a sus diversos entrevistados, entre ellos, médicos, psicólogos, cineastas, filósofos y científicos, hurgando a fin de encontrarle un sentido a la vida, en medio del caos diario. No es fácil. Dice Sam que las únicas veces que lo ha logrado a cabalidad fue a través del MDMA, la base del ecstasy, la droga que hizo furor en los noventas. Nunca la probé. En algún momento, me tentó la curiosidad, pero no me animé. Quienes sí lo han hecho sostienen que esta droga produce un sentimiento de amor hacia el mundo, repleto de buenas intenciones. Sam también afirma que se puede llegar a sentir algo similar a través de la meditación, pero sólo después de largos años de intensa práctica.


A mí, la verdad, la mayor parte del tiempo la gente me cae mal y me molesta que se entrometan en mi vida. A mis 54 años estimo que me he ganado el derecho de ser quien soy, es decir, una persona con mis manías. Disfruto comiendo chocolates o pizza en la cama, adoro encerrarme con mis libros, prefiero bajar la mirada y no saludar a alguien en la calle. Pero, para bien o para mal, uno vive en sociedad. No soy una asceta capaz de vivir aislada por largo tiempo porque, como le decía a Sebastián, la escritura como profesión ya es demasiado solitaria y necesariamente me conduce a enfrentarme con múltiples sentimientos.



Justamente en estos días conversé con él sobre qué nos gustaba más, si escribir o filmar. El rodaje de una película está lleno de gente. Yo gocé mucho cuando estuve inmersa en mis rodajes. Eso sí, en calidad de Directora, es decir, de Dictadora, porque te sientes acompañada mientras armas el universo de tu película. La escritura, en cambio, conlleva frustraciones y, a veces, dolores, pero me apasiona. No hay nada glamoroso en estar sentada, encadenada a un escritorio, con ganas de salir a dar una vuelta por la cocina y comer sánduche de queso cada cuarto de hora. ¿Te pasa lo mismo? me preguntó Sebastián. Sí, me pasa lo mismo, le respondí. Y como estoy aquí para hacer un striptease emocional, lo acepto, así que, para el caso, qué más da. En un rodaje uno no come. Estás tan ensimismada y asustada con todo lo que ocurre, que a duras penas recuerdas que ya pasaron dos días desde la última comida. Y como te mantienes en perpetuo movimiento, el día califica como una intensa jornada de ejercicio y una acaba perdiendo un par de kilos por semana. Recuerdo cuando estaba por acabar de filmar Un Titán en el Ring cuando, de pronto, noté que mi pantalón se estaba cayendo. Regresé a Quito feliz, pesando 53 kilos. La prueba consta en unas fotos de una maravillosa entrevista en una revista. Como nada es perfecto, luego de un par de meses sentada el día entero editando la película, había subido 10 kilos. ¡Qué feo! Para cualquiera, y peor para una mujer. Como ahora enfrento un año de total dedicación a la escritura, la solución que se me ocurre es ponerles candado a la nevera y a la alacena. Y bajar y subir las gradas desde el subsuelo hasta el octavo piso en mi edificio. Tendré que subir mi dosis de disciplina para hacerlo todos los días. A veces me pregunto, ¿por qué escribo todo esto? Sería preferible ser hermética. Pero, supongo, que no debo hacerme tanto rollo mental y seguir escribiendo porque, si no lo hago, me pican las manos.


Tengo una lista de cosas que quiero hacer este año. Puntualmente: perder dos kilos (suena fácil… jajaja… les reto), terminar una nueva novela, coronar el Rucu Pichincha, y aprender a encontrar una serenidad que no siempre me acompaña. Ah, también aprender a preparar una ensalada de yogurt que probé en Navidad.


Así que, luego de la locura de estas festividades, me quedo con la imagen de la casa iluminada de Sebastián, la visita por unos días de mi hija Morgana, el pastel de Navidad de mi amiga Lorena, el eggnog casero que preparó mi Bogie (el mejor de todos), y los días de descanso en la playa. ¿Y ahora? Espero poder pasar los mejores 365 días del año, con lo bueno y con lo malo, pero con mucha intensidad, muy organizados y llenos de listas, eso sí, para alcanzar todo lo que me he propuesto realizar.


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