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Carta 70 - Jacinta



El pasado viernes 12 de octubre, a las cinco de la tarde, como buena oficinista, puse FIN a mi última novela. Me parece increíble ya que fue gestada hace 24 años. En esos días estaba en París, encinta de mis mellizas, y se me vino a la mente la historia de una señora que había sido dueña de una residencia. El viernes 12 salió de mis manos. Ya no pienso volver a tocarla. Bueno, es un decir, porque ahora inicia la fase editorial. Habrá que opinar sobre la diagramación del texto, tal vez redactar un prólogo, seguramente añadir un agradecimiento, escoger un diseño gráfico para la portada. En fin, un montón de detalles prácticos indispensables para llegar al día que tendré el placer de sentir en mis manos un ejemplar recién salido de la imprenta.



Hace poco me preguntaba qué se siente escribir y cómo nace la inspiración. Pienso que, si hay un término que va de la mano, es la paciencia, al menos en mi caso, porque la inspiración me llega en dosis homeopáticas. Yo quisiera tener un plan muy detallado, que me permita sentarme todas las mañanas y seguir de largo, sin parar, durante cuatro a cinco horas. Pero, mi escritura no funciona así, en verdad, ningún día se asemeja a otro. Es decir, sí poseo (menos mal) la disciplina para sentarme puntualmente en mi escritorio, pero casi nunca puedo escribir como lo había pensado la noche anterior. Y, lo que se dice un plan propiamente elaborado, eso nunca lo logré. Acumulo cientos de notas manuscritas -tipo jeroglíficos- que luego las leo, las voy organizando y, de pronto, surge espontáneamente una especie de plan. Así han salido todas mis novelas. El plan perfecto aparece recién al final. Es al final cuando me dedico a limpiar, a depurar, a reorganizar.



Si debo comparar la escritura de novelas con alguna profesión, supongo que sería con aquella de ser médium, si es que esa profesión existe, porque más bien creo que es un don adjudicado a unas pocas personas. Quienes se comunican con los espíritus dicen que es un tanto así, que se comunican desde el más allá y les transmiten mensajes, sentimientos, historias. En mi caso, y luego de leer a Anne Lamott, yo me mezo. En su maravilloso libro Bird by Bird, instrucciones sobre la vida y la escritura, Lamott sostiene que, antes de escribir, uno debe sentarse al escritorio y comenzar a mecerse. Lo dice literalmente, mecerse. Durante la mecida, tal vez lleguen mensajes a la mente del escritor. Y tal vez no. Hay días que uno acaba sólo meciéndose. Otros, en cambio, desbordan párrafos, capítulos inclusive. Y unos más, cuando uno sólo corrige. Desde que estrené la pieza teatral ¿Bailamos?, mi rutina diaria es que me instalo en el escritorio a las 9:30 y no me levanto hasta la 1:30. Me gusta. No suceden locuras ni surgen crisis como en los rodajes de películas. Eso sí, toca arrastrarse hasta el escritorio porque siempre hay algo que distrae, alguna llamada pendiente, algún mensaje por contestar. La vida del escritor es más bien bastante estática. Es similar a antes de entrar en un estado meditativo, si cabe el término, antes de la preocupación de si será publicada la obra, de si será bien recibida. Eso viene luego y es angustiante. Como dice Anne Lamott, uno está en el proceso de la escritura y ésta es una etapa de ilusión.


Ahora bien, esta novela me ha perseguido de distintas maneras. En algún momento inclusive se desdobló en varias historias, un conjunto de cuentos que, finalmente, no cuadraron conmigo ni con mi manera de escribir. En el intervalo de esos años, pasaron muchas cosas: el nacimiento de mis hijas, los amores y desamores, la llegada de Tiag, cuatro películas, doce obras de teatro y cuatro novelas. En otras palabras, mi personaje central, Jacinta, esperó pacientemente hasta que yo pudiera dedicarle tiempo. Nunca se marchó. Siempre estaba ahí, en un rincón de mi memoria, y yo lo sabía. Lo más importante es que me ha acompañado. He tratado, en muchas ocasiones, de percibir la vida desde su perspectiva. Parece mentira que hayan pasado tantos años. Parece mentira que Jacinta ya va a caminar sola, va a salir al mundo para que los lectores la conozcan. Me causa una mezcla de ilusión y miedo.



No es una novela muy larga. No trata de guerras ni aventuras. Relata la vida de una mujer de 72 años, quien se ha equivocado en algunas decisiones importantes, y le ha tocado pagar el consecuente precio, pero que posee la valentía para seguir adelante, reconociendo con honestidad sus metidas de pata. Este texto fue sometido a varias cirugías y liposucciones estilísticas, amén de haber pasado por una cantidad de correcciones y haber sido sujeto a variopintas críticas. A veces, me ha tocado ser implacable. Con dolor, y cerrados los ojos, he botado a la basura muchas páginas. Sin perjuicio de que, a veces, tuve que hurgar en el tacho unos capítulos descartados a fin de compensar, porque el texto resultaba demasiado escueto. En un inicio me propuse hacer algo experimental, sin un hilo conductor concreto, pues la obra recogía los recuerdos de la protagonista. Y éstos iban y venían sin ningún orden, un poco como se nos presentan los recuerdos en la vida real, súbitamente, tal vez estimulados por una fotografía, una palabra, una persona. A la postre, opté por algo mucho más convencional. Lo decidí luego que pedí leerlo a algunas personas. Quedaron tan confundidas y perdidas en las deshilvanadas memorias de Jacinta, que me quedó claro que debía avanzar en un cierto orden. Así que la novela quedó, hoy por hoy, bastante estructurada. Y, a mi parecer, muy asequible para cualquier lector.


Mirando hacia atrás, creo resultó valiosa la demora tan larga. Jacinta es una mujer de 72 años. Cuando comencé yo era todavía muy joven, de manera que ahora confirmo que se requería una cierta madurez para poder comprender una retrospectiva de su vida. Es decir, para poder transmitir sus decepciones, sus desamores, sus maternidades y sus frustraciones. Le agradezco ahora a Jacinta porque estuvo a mi lado, especialmente en las situaciones difíciles. Ella no hubiera salido tan bien formada si a su creadora no le hubiera tocado experimentar ciertos momentos complicados que, a la larga, me han ayudado a ser una mejor escritora. Curioso, pedir sufrir, ¿acaso es masoquismo? Sí y no. Alguna vez, Hernán Rodríguez Castelo, en una entrevista en la que estuvimos juntos, me dijo que esperaba que mi escritura fuera un viaje al fondo de la noche, recordando a Celine. Pienso que La Tía Julia y el Escribidor no hubiera nacido si, en efecto, Mario Vargas Llosa no se hubiera enamorado, en la vida real, de su tía Julia Urquidi, una mujer doce años mayor que él. En El Camino no hubiera existido siquiera si Jack Kerouac no se aventuraba a viajar con Dean Moriarty. Creo que los escritores tenemos que pasar momentos duros y desafíos enredados para que, más tarde, podamos agradecer por ellos, a fin de traducir nuestros sentimientos en los personajes de nuestra imaginación.Debemos permitir que ellos vivan íntimamente con nosotros, que nos cuenten qué piensan, que anhelan, que temen, que se vayan construyendo hasta alcanzar a ser auténticos individuos, tan genuinos como los de carne y hueso.



Ahora aspiro a ser digna de Jacinta. Ella, a sus 72 años, y a pesar de múltiples vicisitudes, posee una intensa motivación para vivir y encara sus nuevos proyectos con alegría y emoción. Yo he deseado ser así, una mujer que no se deja caer, no obstante, lo que he perdido y lo que he llorado. Así que, Jacinta, ¡estás lista! Ahora nos queda otra labor, no menos difícil, buscar modos para que seas leída por mucha gente, aquí y afuera. Francamente, es complicado escribir. Pero es maravilloso. Definitivamente, si hay otra vida después de ésta, querré seguir siendo escritora. Cuando George Sand terminaba una novela, escribía Fin y cerraba el cuaderno. Acto inmediato, agarraba un nuevo cuaderno en blanco y comenzaba la siguiente. Yo no llego a ese nivel, pero como cura anticipada a la depre postparto, en unos pocos días, me embarcaré en mi próxima novela.

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