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Carta 12 - Un fin de semana especial


Viviana Cordero. Escritora, directora teatral y de cine ecuatoriano.

Hace unos días mi tío Germán me preguntaba que qué había pasado que no escribía. Le respondí que me agarró la burocracia. Cuando uno está viajando, uno piensa mucho, cuando uno vive dentro de la cotidianidad, todos los días ocurre algo y siempre tenemos excusas de cosas que hacer; sin embargo este fin de semana fue especial y me sacudió. Primero califiqué como invitada para el cumpleaños de mi tía Susi. Era la única sobrina a la que llamaron y eso me gustó. En El Club de la Buena Estrella de Amy Tan, el personaje principal toma el puesto de la madre fallecida en el juego del mahjong. Mi madre ahora ya no está, pero me gusta que me consideren para todos los eventos en los que ella hubiera estado presente. Y esta invitación me lleva a La Victoria, la casa de hacienda de mi niñez. Mis mejores recuerdos son en ese lugar. Cuando me veo pequeña, me vislumbro ahí, jugando con mi tío Simón, corriendo por los potreros, imaginando que son mares en donde nadamos con piratas y sirenas, ante la mirada enojada de mi abuelo al ver su alfalfa pisoteada; recorriendo el corredor de la casa en el triciclo ante las sonrisa de mi abuela, acompañando a mi abuelo Rubén o a mi abuela Lucía en sus quehaceres diarios que siempre incluían los deliciosos helados de La Avelina o aquellos de Salcedo. En esa casa para mí sólo hay felicidad. Años después en esa casa nos hospedaríamos para hacer una película. Hace trece años palpé otra vez la felicidad a través de ese rodaje. Pero frente a esa edificación hay otra igual de especial. Mi madre, apoyada por mi tío Simón, reconstruyó una casita de piedra que pertenecía a uno de los trabajadores, un tal sr. Gutiérrez y que quedaba al frente de La Victoria. Esta casa fue bautizada como La Casa del Gutiéreez y a mí siempre me gustó acompañarla. Con mis hijas pequeñas solíamos salir los viernes por la noche, comer en La Ciénega y quedarnos ahí a pasar el fin de semana. Por las mañanas me tendía en el potrero con una maleta llena de libros. Mis hijas jugaban en el patio y cada cierto tiempo venían corriendo a ver si todavía vivía. Yo era feliz en esos momentos. Y ahora que lo recuerdo muchas decisiones importantes de mi vida fueron tomadas en ese espacio. Tengo una foto en la que estoy con mis hijas pequeñitas a las pocas horas de haber decidido que mi matrimonio no iba más. Ellas sonríen a la cámara y yo también a pesar del dolor que esconden mis ojos resguardados por unas poderosas gafas. Mi madre hizo un libro en honor a esa casa y ese libro fue robado cuando se entraron en alguna ocasión unos ladrones. Fue lo que más le dolió a mi madre perder. Y yo me digo que esa es la maldad, porque finalmente todo lo material se repone, pero a esa gente esas anotaciones no les servirían para nada, seguramente lo botaron en alguna acequia y nosotros perdimos esos escritos para siempre. Al fallecer mi madre ese espacio pasó a ser de nosotros (los tres hermanos.) Todavía palpo con tristeza el dolor de ir a abrir esa casa luego de la muerte de Mami. Mi tío Germán, el más sabio en ese momento decidió que a esa casa necesitaba arreglos, porque tenía algunos problemas; nos hizo vaciarla sin dejarnos pensar mucho y aunque en ese momento le quería colgar de una de las vigas ahora le agradezco porque nos obligó a continuar con la vida y se procedió con los arreglos. De esa manera se removieron las energías. Ahora la casa está encaminándose a tener su propio estilo, el nuestro, con la constante presencia de nuestra madre. La felicidad es este pequeño espacio, al que he bautizado Chez Nanía, nombre con el llamaban a mi madre sus hermanos y el chez por su amor a París. En este lugar pasamos el fin de semana anterior a la partida de Nadia a París. Tenemos una foto toda la familia en donde nos vemos sonriendo y felices. Yo ya estaba desgarrada con su partida y la noche anterior me pasé revisando veinte veces el camino en metro que le tocaba recorrer para llegar a la universidad. “Cincuenta minutos,” me repetía sin lograr conciliar el sueño. Salí, miré las estrellas y me calmé porque ese lugar especial tiene ese efecto. En los momentos más angustiosos de mi vida he encontrada la paz en ese espacio. No había vuelto, debido a circunstancias de la vida, desde diciembre, día en que fuimos a celebrar la Navidad de la hacienda y con ese motivo aproveché para llevar algunos muebles. Ahora regresaba, cinco meses después, con la idea de pasar la noche ahí. Íbamos supuestamente, mi hija, mi marido, mi hijo y yo a pasar la noche, pero en el curso de la mañana Morgana tuvo un asunto importante que atender y a mi marido se le alargó un rodaje de un comercial, de manera que fui a recoger a Tiag de una fiesta infantil y literalmente lo secuestré pues ante los gritos de que sólo conmigo no venía porque se iba a aburrir, yo conduje hasta la hacienda donde para desgracia suya no hubo un solo niño. Pero Tiag es una personita especial y supo comprender. Miró el fútbol con los adultos en la casa de La Voctoria y después se entretuvo a su manera. Yo por mi parte me sentécon mis tíos y con el caer de la tarde les llevé a que tomáramos un trago en nombre de mi madre en su casita de piedra. Ellos no habían entrado a su casa desde su muerte. Para todos fue un sacudón, pues en ese lugar se celebraron tantos momentos especiales. Cuentan que inclusive una noche de locura entróun caballo a festejar algún acontecimiento al más puro estilo de García Márquez. Todos nos sentimos cerca de ella al recordar momentos duros y momentos alegres, al nutrirnos de los recuerdos que es lo que nos lleva a seguir con la vida a partir de una cierta edad. El tío Oswaldo me aconsejóhablar con mi madre cuando lo necesite, que ella de seguro me va a escuchar. No lo sé, pero fue bonito el consejo. Rememoramos tantas cosas y luego fuimos a terminar la fiesta, hasta que todos se marcharon, absolutamente todos y yo enfrenté lo que nunca imaginé que me iba a tocar, dormir sola en la casa de mi mamá solamente acompañada por mi pequeño hijo. Cuando ya cerramos la puerta, los dos nos pusimos a saltar y a bailar por la aventura que se nos presentaba. Luego, por un momento pensé regresar a Quito, temiendo no poder conciliar el sueño. Pero me decidí y al acostarme sentí paz y felicidad. Leí hasta entrada la noche, Tiag se durmió y yo lo miré por un largo momento. Cuando apagué la luz pensé en mi madre y oré. Me dormí muy rápido y desperté al día siguiente. Abrí los ojos contenta y eso les manifesté a mis tío Simón y Mireya que más son hermanos que tíos. Tengo un sueño y es hacer de esa casa un refugio, como lo fue para mi mamá cuando tenía mi edad. Quiero que allí lleguen todos los que ya se han ido para siempre, pero que dentro de mi imaginación pueden volver a visitarme. En ese lugar me gusta escribir, me gusta leer. Voy a sembrar muchas plantas y espero ir lo más frecuente. El domingo por la mañana hablé con mi tío Germán para otro pendiente, visitar a mis tíos abuelos Ramiro y Susana a quienes no había visto en años. Su hija Cecilia me había pedido que pasara por ahí porque se encontraba también su hermano Andrés. A él si que no lo había visto cerca de treinta años o más. Con los años uno se acerca a la familia. Me sentí acogida y feliz, llena de agradecimiento con mi tío Germán por haberse tomado el tiempo de acompañarme. Y ahora como en las películas de super 8 gue utilizaba mi papá desfilan todos aquellos que en su momento representaron la alegría de mi vida: por el campo florido que es como denominaba mi abuelo al jardín trasero a La Victoria, pasa él y mi abuela Lucía, sonriendo después de un delicioso almuerzo, el perro Daniel, el tío Oswaldo y la tía Elena, jovencitos, ella con sus trenzas negras, rebelde y sonreída, él con un sombrero sencillo, el mismo rostro de su segundo hijo, mi primo Toño; mi padre y mi madre, mis abuelos paternos que ese día han ido de visita, mi hermano pequeño Juan Esteban, “chanchaco, chanchaco”, aprendiendo a caminar; mi tío Manuel y mi tío Germán amigos entrañables, mi tío Roque y mi tío Felipe hablando de las novias, mi tío Nico joven, divertido; mi tío Gro que ha venido de vacaciones y que nos cuenta de su novia norteamericana, mi tío Simón… El cielo es azul, la vida comienza y es hermosa, todos sonríen. Hay momentos que parecen hechos para ser fotografiados.

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