top of page

Carta 92 - Las curitas



Cuando era niña tenía una extraña fascinación por las curitas. Mi madre, no. Ella consideraba que no servían para nada. Cuando yo le pedía que me pusiera una curita en algún lastimado, ella me respondía que no, porque así la herida no cicatrizaría bien y que era preferible dejarla sanar al aire libre. ¡Cómo me frustraba quedarme sin mi curita! Aún hoy, cuando me pongo una en un dedo lastimado, siento alivio. Si acaso conviene quitármela más tarde para que, efectivamente, la piel supure mejor, así lo hago, pero ya habré pasado unas horas más tranquila y sufriendo menos dolor, todo gracias a mi curita. Dicho esto, debo aclarar que el presente blog trata acerca de las curitas para las heridas emocionales, aquellas curitas que te protegen en circunstancias difíciles.


Tú acababas de fallecer, Juan. Tu ataúd se encontraba en la sala de música, junto al piano. De pronto, alguien anunció que bajáramos a comer. No sé quién había tenido la delicadeza de comprar pollo frito y papas, suficiente para llenar varias fuentes. Mi dolor era tan fuerte que no recuerdo como logré bajar las gradas. Lo que sí tengo claro es que yo, vegetariana de algunos años, me dejé seducir por el aroma y me serví un plato repleto de pollo frito. Me senté en un rincón, nadie se percató de mí, y me devoré el plato entero. No había probado carne ya más de cuatro años. Sin embargo, en ese instante, sentí que era la comida más deliciosa, que me infundía una cierta calma. Por unos minutos, olvidé mi dolor, olvidé todo, y me enfoqué por completo en la tarea de engullir mis presas de pollo. Esa curita fue muy breve, duró pocos minutos. No obstante, fue reconfortante, tal como un alto en la mitad de escalar una empinada colina, que nos brinda el alivio temporal del descanso físico y un bocado de agua para saciar la sed. Mi dolor por tu muerte se extendió durante mucho tiempo, pero esa curita me anestesió por un momento.



Recién había cumplido 17. Mis padres nos llevaron a vivir a París. Yo me sentía sola, muy sola. Asistía al Liceo Español donde todos mis compañeros eran hijos de las empleadas domésticas latinoamericanas mientras yo era “la rica”, hija de un padre que tenía medios suficientes para darse el gusto de mudarse con su familia a París. Una de mis compañeras andaba con sandalias porque no tenía plata para comprar zapatos, y eso que ya estábamos con el clima de otoño. Me sentía mal. Además, siendo ecuatoriana, ni siquiera me defendía con un acento español ni un vocabulario con ostia, o majo, o vale. Me sentía totalmente outsider y, para colmo, mi mamá me había comprado una chompa invernal rosada con la que me apodaron, Doña Rosita la Soltera en homenaje a la pieza teatral de Lorca que pasó por aquellos días en el Odeón. El resto del colegio vestía chaquetas negras, muy punk. Cada día me sentía peor. Sonaba la campana del colegio a las 13h30, yo caminaba todas las tardes por la avenida de Neuilly, desde el Liceo hasta el Palacio de los Congresos, donde quedaba una estación del Metro, fumando un delicioso cigarrillo. Era un momento especial y maravilloso. Mi curita duraba el tiempo de un cigarrillo.


Me había separado por segunda vez. Tenía 34 años y sentía que mi vida se acababa. Por las noches, mi madre y yo nos sentábamos a ver Luciana, una telenovela mexicana. Yo contaba los minutos y los segundos hasta el comienzo del programa.


Habían nacido mis mellizas y yo no podía dormir. Cada dos horas debía darles de lactar, cambiarles y sacarles los gases. Estaba enloqueciendo. Menos mal, diariamente a las 16h00, pasaban por televisión Beverly Hills 90021. Durante una hora, me abstraía de mis circunstancias y soñaba que era parte de aquella jorga.



Mami murió. Mi hermana Lorena y yo quedamos a cargo de desarmar su casa. Creo que nada hay más duro que cerrar la casa de la madre difunta. Bolsas de ropa, medicinas de los últimos meses, escritos, cuentas, cuadros, adornos, vajilla, y todo lo demás. ¡Cómo duele cerrar una residencia de tantos años! Con cada objeto que regalábamos, o botábamos a la basura, yo sentía que estaba traicionando a mi madre. Pero, como de costumbre, encontré una curita: Mamá había comprado en Alemania una bolsa enorme, descomunalmente grande, de galletas de marzipan. No me pregunten qué efecto tenían, ya que ese sabor nunca me había atraído. Sin embargo, mi único momento de alegría y paz era cuando Lorena me servía un descafeinado y yo lo saboreaba con estas galletas. Pensé que esa bolsa gigante nunca se iba a acabar. Luego de tres meses de intenso trabajo, vaciamos la casa, al mismo tiempo que la bolsa de galletas.


Estaba instalando a mi hija Morgana en su cuarto en Berklee College en Boston. En pocos días me separaría de ella, por primera vez, y regresaría a Quito con mi hijo Tiag. Me había separado otra vez de una relación terriblemente tóxica. Comencé a pensar que mi vida no tenía sentido. Me sentía físicamente mal. ¿Cuál fue la curita? Todas las tardes, me embarcaba en el MTA hasta Little Italy y allí me estacionaba en una tienda de Dunkin Donuts para devorar un espléndido y clásico Boston Creme.


Luego de divagar acerca de estas curitas light, ineludible cuestionarse si no sería mejor aplicarse unas curitas más templadas cuando el dolor es más duro. Por ejemplo, ¿emborracharse? ¿Drogarse? Mi respuesta es no. Eso no es curita. Eso es engañarse, porque adormeces tus sentidos, porque olvidas tus heridas. La curita te obliga a seguir adelante, a enfrentar tu problema, pero con el apoyo de una muletilla que te otorga una sonrisa transitoria, pero suficiente para darte cuerda para un esfuerzo adicional.



¿A qué voy con todo este discurso? A que, inclusive en las peores situaciones, siempre hay algo: una barra de chocolate para unos, un cigarrillo para otros, una prenda nueva para otros más. No sé por qué. Solo sé que sirve, que funciona por un momento, que nos permite seguir dando un paso tras otro. Una curita no dura mucho, pero sí ayuda, como una isla de paz en el medio de un mar de adversidades.


Curioso, las curitas no siempre son aquello que más nos gusta. En mi caso, yo jamás veo telenovelas ni como galletas de marzipán. Fumo muy rara vez y, nunca, pero nunca, como carne….

 

Si te gustó este blog suscríbete a mi lista de correo para seguir todas mis historias y nuevos proyectos: vivianacordero.com/suscribir


RSS Feed

Suscríbete a mi blog

Entradas relacionadas

bottom of page