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Carta 91 - Mi madre es Lucille Ball



Lucía la bella, Isabel la elegante y Maruja la simpática, así se presentaba a sí misma y a sus hermanas mi tía abuela Maruja, hermana de mi abuela Lucía. La recuerdo como una mujer fuerte y llena de vida. Siempre me impactó esta frase, que me la repetía mi madre, como símbolo de la inteligencia de mi tía abuela, víctima de poliomielitis de niña. Ella, en vez de deprimirse por no poder caminar, se inventaba una serie de atributos y así conseguía ganarse el respeto de todos. Ella no aspiraba a que la mirasen con compasión, sino con una gran dosis de admiración. Tanta fue su fuerza, su constancia y su ánimo, que logró curarse. Y, aunque siempre calzaba botines apretados para sentirse más segura, no solo volvió a caminar, sino que se convirtió en toda una administradora de hacienda. Además, bailó y cantó (con una maravillosa voz) casi hasta el fin de sus días.


Cuando niña, yo creía que lo más grave en la vida era ser fea. No tenía capacidad para juzgar si yo era o no bonita. Cuando tenía 3 o 4 años y mi madre iba de compras a La Favorita, ella solía dejarme sola en el carro. En esa época era una costumbre normal, lejos de ser considerada un delito como lo es actualmente. Entonces, yo me quedaba largos ratos observando a la gente pasar. Presumo que vi, porque no lo recuerdo con claridad, pasar a muchas mujeres a quienes yo habré considerado feas, según los limitados parámetros de mi corta edad.


A los trece años, se me viró la tortilla. Tal vez un castigo celestial por haber sido tan criticona. En esos días me convertí en una niña oficialmente fea. Es decir, dejé de ser aquella a quien siempre se elegía como madrina de los eventos deportivos y a quien los chicos, cuando discutían entre risas sobre cuales chicas eran las más bonitas, siempre me escogían. Para mayor azote, en la misma época, mi madre me anunció que iba a cortarme el pelo. No soportaba mi pelo largo, crespo y enmarañado, y ella sugirió el corte de Mia Farrow. Me explicó que ella era una de las actrices más lindas de Hollywood y que debía sentirme orgullosa de llevar el mismo peinado. Resultados: primero, pasé a ser un niño. En la calle, aunque usara falda, me tildaban como el hermano mayor de Juan Esteban, el genio. Mi mamá me aconsejaba que no les hiciese caso. Sin embargo, no aguanté y decidí volver a mi pelo largo. Pero, como esto no se da a la misma rápida velocidad que como cuando una se lo corta, muy pronto pasé a otra etapa, una que mi madre llamaba “la melena de muda”. Imagínense una chica de trece años con el pelo enormemente ancho, frizz como se llama ahora, a la altura de los oídos, es decir, no podía existir una criatura menos atractiva.



Simultámente, se me torcieron los dientes, así que me tocó usar los frenos. Nada bonito. Era oficialmente fea. Eso me pasaba por haber juzgado, pensaba entonces. Y como no soportaba el proceso de crecimiento de mi pelo y lo volvía a cortar, vivía con una eterna “melena de muda”. Terrible fórmula para efectos de mi autoestima. Quien diga que ser mujer adolescente es lo más bonito del mundo, está totalmente equivocado. Así dice mi personaje Victoria en la novela Mundos Opuestos, que pronto saldrá a circulación en una nueva edición.


En fin… a todo eso sumé una “gracia” adicional, la de ser torpe. En inglés suena más bonito: clumsy. Entonces, convengamos en llamarme clumsy. Yo me auto diagnostiqué la enfermedad y le asigné nombre propio: dislexia corporal. Nadie cree que la tengo, para efectos prácticos es lo mismo, sé que la tengo y, la verdad, ya no me hago líos. De adolescente, sufrí. Hoy, he aprendido a reírme.


Mi Bogie, con ojos de cariño, me aclara que no es que yo sea torpe, sino apenas distraída. Le agradezco, pero no es verdad. Su hija dice comprenderme, pues ella proclama que también es clumsy, igual que yo. No le creo. Siempre la veo perfecta. Y hasta el momento no me consta que haya cometido una sola “tina”, como apodan en su familia (con cariño) sus torpezas.


En todo caso, de regreso a mis trece años, fea y torpe, cometí el mayor pecado, el peor traspié para una adolescente: metí un autogol en un partido de fútbol contra el paralelo enemigo. Después de esto, mejor ni volver al colegio. Lo apropiado habría sido suicidarme. Por muchos años, viví con aquel estigma a cuestas, que ningún compañero de colegio podía dejarme olvidar. Cumplí 18 y me corté el pelo al ras. Me convertí en punk. Dejé guardada en el armario cualquier pose femenina. Entonces, con mi nueva personalidad, ahora recia y dura, era más fácil enfrentar la torpeza. A eso, súmese que mi voz de pito pasó a ser gruesa. Es que, para poder interpretar a Quiara, mi personaje en mi primera película, Sensaciones, no podía aparecer en escena con aquella vocecita de niña. Así que agarré una pipa y comencé a inhalar aquel humo denso y acre y, mediante unos ejercicios maravillosos y mágicos, mi voz se tornó grave, hasta el día de hoy.



Hoy por hoy, he aprendido a reírme de mí misma. Todavía, no puedo negarlo, me invaden momentos de inseguridad ante mis torpezas (mis “tinas”), pero, un tiempo atrás, decidí tomarlas como sucesos divertidos. Francamente, de lady no tengo nada. Y no me preocupa… casi. No poseo gracia para caminar. Aunque eso sí me importe un poquito, pero ya como que es tarde para matricularme en un curso de donaire. Salgo de paseo y, seguro que tropezaré con la única piedra en la calzada. Pero, si el daño no es mayor, ya no importa. Entiendo que no soy compañía a la altura de la realeza, ni modo, ya estoy un poco mayor para cambiar y, la verdad, nunca me llamó la atención ser esposa de diplomático. Eso sí, debo advertirles: jamás me inviten a una cena de protocolo, a menos que no les afecte que yo riegue la sopa o ensucie el mantel blanco, blanco, blanco guardado por generaciones en un armario especial. Salvo que necesiten alguien para hablar, para imitar y para hacer reír a los invitados que, para eso, yo sí soy diestra.



Ahora bien, ¿por qué mencioné a Lucille Ball? Porque, si debo identificarme con alguna de las actrices de la época de oro de Hollywood, aquella época que amé y aún amo, es con Lucy, el personaje de la exitosísima serie de televisión Yo amo a Lucy. Mi abuela miraba encantada esa serie, mi madre también. Yo la adoré. Creo que he repetido cada una de las torpezas cometidas por Lucy,. Lo bueno de llegar a mi edad es que una se acepta tal como es, así que no pasa nada. Acepto que nunca fui, ni nunca seré, perfecta como Vivien Leigh ni sensual como Elizabeth Taylor. Como todas las niñas soñamos con ser princesas, de vez en cuando sueño que me convierto en una.


Pero, por el momento y para concluir, puedo decir que, recordando a mi tía Maruja: Mi abuela, la bella; mi madre, la elegante y yo… Creo que diría, la divertida. En palabras de mi hija Morgana: “Con la mami, prepárate para cualquier horror, pero, lo que sí es seguro, es que no te vas a aburrir”.



Un breve listado de ciertas torpezas (o “tinas”) que se me vienen a la mente:


13 años: autogol en el fútbol. ¡Qué vergüenza!


13 años: un grupo chicos vamos al cine y soy la única que riega la salsa de tomate en su pantalón blanco.


15 años: llega a visitarme un amigo, todo cool en su moto. Ya sabía manejar moto, pues me había enseñado mi tío. Pido que me la preste, segura de quedar como una estrella. Salgo rauda en un wheelie, interminable y aterrador. Pierdo el control y acabo clavada de cabeza en unos matorrales. ¡Las carcajadas de todos me matan de vergüenza!


16 años: mientras aprendo a manejar carro, choco contra el único árbol en todo el descampado, y me rompo la nariz. El auto queda destrozado.


22 años: desde el segundo piso del anfiteatro de la Sorbona, caen varios libros sobre la cabeza del profesor mientras da su clase. Me he quedado dormida. Y, como solía sentarme en la primera grada del anfiteatro y arrimarme para escuchar bien, casi me caigo yo también. Tremendo alboroto. Casi me expulsan.


37 años: trepada en una grúa a tres metros de altura, mientras dirijo el rodaje de mi película Un titán en el ring, quito el ojo de la cámara y me levanto sin pensar. Casi caigo de oreja y muero de contado, pues había olvidado que no estaba a ras del suelo.


37 años: desde mi silla de directora, ruedo inelegantemente al suelo, pues la silla ha estado encima de una grada.


51 años: organizo una fiesta y al galán que acabo de conocer, y a quien deseo impresionar, le toca presenciar mi rodada estrepitosa por las escaleras. Es que mi taco está atascado con el pantalón y no hay manera de bajar los peldaños, salvo rodando.


54 años: caminando por la González Suárez, paro en seco y quedo inmóvil, porque mi agarrador de pelo se ha enganchado en una rama baja.


Y esta es apenas una selección de mi larga lista de situaciones embarazosas. De verdad, si hubiese una competencia, ganaría el premio mayor. Lucy se queda corta a mi lado. Todos los días me ocurre algo. ¿Conclusión? Seré princesa… en la próxima vida.


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