Cuando tenía trece años leí en el diario de Ana Frank un escrito titulado “Oda a mi estilográfico”. En él, Ana contaba que, desde hacía algunos años, había tenido un estilógrafo con el que siempre escribía. La llevaron al anexo donde estaban refugiados un grupo de judíos durante la guerra y, una noche, ya no lo encontró. Al día siguiente, lo detectó entre las cenizas de la chimenea que habían encendido la víspera. Cuán fuerte habrá sido para Ana perder su estilógrafo que se sentó a escribir al respecto, cuando ella vivía una situación de extremo peligro que, más adelante, causaría su muerte. Saco esta historia a colación porque hay ciertos objetos que a uno lo acompañan a lo largo de momentos importantes. Reconozco que soy fetichista. Y que poseo ciertas cosas sin las cuales ni siquiera concibo cómo podría vivir.
Una de estas fue la maleta que me acompañó a lo largo de nueve largos años. Tengo una tendencia hacia el Kitsch. En especial, al animal print, con tigres y leopardos saltando en círculos en las telas de mi ajuar. Me inclino hacia aquello que se destaca, no siempre como detalle de buen gusto. Recuerdo todavía a un novio de juventud, perdido la cabeza en un mall, mirándome desesperado, enervado con mis preferencias. Me reclamaba dicho novio por qué yo no podía ser normal, ya que le producía vergüenza caminar a mi lado. A la época, los sofisticados años 80, me gustaba llamar la atención con mi vestimenta nada convencional. Nuestra mayor representante era Madonna, con sus cruces, sus medias de red con chicles (o leggins como les llaman ahora) y sus minifaldas cortas. Debo admitir que sí me llenaba de inseguridad aquel tipo de comentarios que ahora me hacen reír. Hoy, me acepto tal y como soy, y les pido a quienes no les guste que se retiren de mi espacio y, en cambio, busquen mujeres de vestimentas sobrias, pues Viviana, no es así. En todo caso, un poco en honor a esa nostalgia ochentera, compré una maleta atigrada de buena marca en un outlet que la vendía barato. Además, tenía una razón práctica: para qué tener otra maleta negra o café si, con seguridad, la confundiría con una ajena cuando, ya cansada, sea hora de retirar mi maleta de un carrusel aeroportuario en algún país extraño. Ya me ha pasado, en varias ocasiones, llegar a casa o al hotel con la maleta equivocada. Entonces, esa vez escogí una inconfundible. Y esa maleta ha sido mi compañera de emociones, de sueños, de reencuentros. Subió tres pisos completos en una residencia en París en la Isla de San Luis cuando me hospedé como una estudiante más durante diez días, dedicada a escribir o recorrer la ciudad mientras mi hija Nadia asistía a clases. Esa maleta bajó no sé cuántos escalones desde la estación de tren de Marsella cuando llevamos a exhibir No Robarás… en el festival de cine de esa hermosa ciudad. Esa maleta caminó conmigo en varias ocasiones por las calles de Los Ángeles y de Boston. Y en mi último viaje, le tocó deambular por Madrid, Valencia y Lisboa. En un par de ocasiones, me acompañó al departamento de mi madre en Casablanca. Esa maleta, hace dos semanas, cumplió su último viaje. Fui obligada a decirle adiós. No porque quisiera, sino porque, la última noche de mis vacaciones, al forzarla a cerrar repleta de primores, se rompió. Tuve que traerla a Quito forrada de cinta masking, solución de mi hijo quien ayudó a preparar.
Quisiera creer que una maleta no es sino un objeto más. Pero, en realidad, esa maleta coleccionó la energía de mis sueños, mis agotamientos en aeropuertos, mis regresos a casa llena de ropa nueva y de ilusiones. Trajo, en muchas ocasiones, todos los chocolates preferidos de mi Bogie. Era el refugio de mi gato Lotus cuando, abierta en el piso de mi dormitorio, mientras yo gradualmente la llenaba para un nuevo viaje, él se metía a tomar allí su siesta, tal vez esperanzado de que lo llevaría conmigo.
Decirle adiós a mi maleta me ha llenado de nostalgia. Me ha mostrado que el tiempo pasa inexorablemente. Dos días antes de nuestro regreso, Tiag me acompañó a comprar una nueva maleta, supongo que anticipando la despedida de esta. Ingenuamente, busqué una igual de llamativa, de algún color inconfundible. Sin embargo, en esta ocasión, mi hijo impuso su criterio objetivo. Con su voz de adolescente camino a adulto, me reprendió: “Por favor mamá, ya estás grande. Una maleta así se ve ridícula a tu edad. Yo no quiero cargar más maletas llamativas”. Me quedé en silencio. Con una ligera tristeza, seleccionamos una sobria, gris, muy formal. Me quedé con ganas de una turquesa en forma de baúl. Al llegar al hotel, Tiag me preguntó emocionado si me gustaba mi nueva maleta, la sucesora de mi atigrada. Le contesté, preocupada: “Creo que la voy a confundir en el carrusel”. Él entendió mi temor y pasó un par de horas llenando las manijas de lana color fucsia para así reconocerla. Me enterneció su gesto.
Y ahora pienso que sí, que Tiag tenía la razón, que soy ya demasiado mayor como para seguir rondando el mundo con maletas llamativas. Sin embargo, algo me late que se me seguirán yendo los ojos cada vez que vea una que llame mi atención, muy al estilo Betsey Johnson. ¿La verdad? Guste a quien le guste, sospecho que no seré capaz de resistirme a semejante tentación