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Carta 64



Fotos: Nadia Acevedo


De pronto, se perfiló la ciudad. El avión comenzó a descender. Me arrimé a la ventana y observé kilómetros tras kilómetros de casas, piscinas, edificios, autopistas y autos, autos de todo tipo, a millares surgir. Aquello era miedosamente enorme. No era la primera vez que llegaba a Los Ángeles, pero ya habían transcurrido muchísimos años. Y ahora esta iba a ser nuestra ciudad. Horas antes, Tiag y yo habíamos partido de Boston, nuestra pequeña ciudad adoptada, que visitamos regularmente a lo largo de la universidad de Morgana. Conversando en el gate, le había explicado a Tiag que, de ahora en adelante, nuestro nuevo destino era el sitio que Morgana había elegido para desarrollar su carrera de compositora. A Los Ángeles viajaríamos cada vez que las vacaciones nos lo permitirían. Teníamos que quererla, no había opción.


Yo soy muy apegada a todo (virtud y gran defecto), así que abandonar Boston me costaba. Pensaba que el tiempo transcurre y nos cambia todo, sin que podamos hacer mucho al respecto, salvo tratar de adaptarnos. De pronto, uno se encuentra en otro estado de vida o en otro estado de un país. Al cabo de las cinco horas de viaje, mis ojos no pudieron desprenderse de la ventana del avión para mirar este nuevo paraje que pasaría a convertirse en mío. ¿Y qué puedo decir? Que me impactó. Como me siguió impactando al recorrer, en el carro Pontiac años noventas de Morgana, una interminable distancia desde el aeropuerto hasta el apartamento que habíamos rentado. Naturalmente no tenía todavía un criterio formado, pero la ciudad no me atraía. Para nada me acercaba o me recordaba a mi primer encuentro con Boston, en Little Italy, donde me sentí maravillada de encontrarme en una callecita europea, acogedora y cálida, donde todo tenía un sabor especial. En Los Ángeles todo era grande, sucio, con un tráfico tan denso que, si uno no aprende a ser paciente, colapsa o sale gritando como loco.



El plan era quedarnos ocho días. Entramos al enorme edificio en pleno downtown, piso diez, miré a mi alrededor y me sentí abrumada. ¿Qué puedo decir de Los Ángeles? Debo comenzar explicando que rompió mis esquemas. Que estoy perdida en la traducción de esta ciudad. Desde la ventana de mi departamento, directamente al frente, podía observar una obra en construcción, gigante, horrible que, en algún momento no muy lejano, pasará a ser un gargantuesco edificio, pero que todavía está en cimientos. Quizás era un símbolo en mi vida, el de la construcción constante de la que yo siempre hablo. No estaban derrocando, estaban comenzando a construir. Desplegada la maquinaria, nacía allí un proyecto y, tal vez, la vida me estaba mandando un mensaje en voz alta que todos estábamos recomenzando: Nadia, que en esos días culminaba un internship de cine en Los Ángeles y en pocos días partiría a estudiar en Milán; Morgana que se había mudado hace pocas semanas para iniciar aquí su vida profesional; y yo que volvía a Quito con intención de seguir reinventándome, tarea nada fácil pasada una cierta edad.


Los Ángeles, en todo caso, no se reduce a un solo estilo, son muchos. Nosotros estábamos hospedados en 1010 Wilshire Boulevard, en pleno downtown, a fin de estar más cerca de la morada de Morgana, próxima a Koreatown, y también por sugerencia de mi hermano Sebastián, quien considera que esta zona tiene mucho sabor. Yo todavía lo palpaba insípido. No tenía por dónde caminar, pasear, peor trotar. Es la ciudad del automóvil, no del transeúnte. Por las noches, se iluminaba toda la ciudad y yo ojeaba las ventanas de los departamentos. Eso me encantaba. Al acostarme la primera noche, pensé si, como en la canción de la película La La Land, la ciudad de las estrellas estaría brillando para mi hija. A la mañana siguiente, volví a examinar esta construcción que, cada vez, me disgustaba más. Quizás debería comenzar con las palabras de Svetlana Alexievich (escritora rusa, premio Nobel), “El ser humano prefiere la banalidad”. Creo que esa frase encajaba al momento con mi visión de Los Ángeles. Aquí vienen a vivir sueños, pero aquí también se prostituyen y se pierden, banalizan el arte, y reducen todo a ratingsy cash. Desfilar a lo largo del famoso Paseo de las Estrellas, pero en medio de su suciedad, es impactante. Chocante forma de comprobar que nada es lo que parece y que todos los sueños se banalizan. Babilonia y Nínive eran las grandes prostitutas de la Antigüedad, lo dice magistralmente John Dos Passos en su libro Manhattan Transfer al referirse al Nueva York de los años 20s. Ahora estamos en Los Ángeles de los años 20s, pero cien años más tarde, y percibía que todo estaba a la venta.



Pasaron los días. Batí récords personales de horas de conducción, porque aquí 4 o 5 horas por día es normal. Todo está a noventa minutos de distancia. Aunque el gps marque que un cierto destino está a tan sólo cuatro kilómetros, o sea, parece cerca, sin duda habrá una congestión. Hay tanta, pero tanta, gente que nos toma dos horas ingresar al Hollywood Bowl para un espectáculo musical. No sé, siento frustración, pero debo soportarlo. Por momentos, sólo quiero marcharme. Sin embargo y, ojo, Los Ángeles es como el gran bazaar. Uno lo va descubriendo, siempre y cuando uno se lo permita. Poco a poco. Toma tiempo, pero puede llegar a ser encantador, y eso que conozco muy poco, porque alcanzamos a visitar sólo una fracción de lo que deseaba. Recuerdo la caminata con Tiag por el Paseo de las Estrellas, es verdad que la calle era sucia, el calor abrumador. Y, sin embargo, ahora lo recuerdo como algo kitsch y comienzo a encontrarle la gracia.


Mi hermano Sebastián me había advertido que, con tantas horas en el auto, se lograba hacer muy poco. Que sí, que Los Ángeles no es una ciudad fácil, sobre todo al inicio, pero que, poco a poco, se la iba cachando y uno la comprendería. Y es verdad, ahora que la he dejado, la extraño. Es que, así como es la ciudad de la perdición, también es la ciudad de las oportunidades para el cine, y que muchos aquí han trascendido la banalidad. Pero que, si uno no se centra, con seguridad colapsa. Es complicado. Es complicado explicar. Es la ciudad más extraña, como construida dentro de un desorden que no se llega a entender, pero tampoco nadie se hace lío. Un local de Pollo Loco junto a una casa de estilo español al lado de un mega edificio arrimado a un grupo de pequeñas tiendas que ofrecen acupuntura, arreglo de uñas, clases de piano, reparación de maletas y lectura del tarot, independientes las unas de la otras, pero unidas físicamente. Todo esto a la sombra de un mega-mall que más bien parece una prisión porque está decorado a base de rejas. De pronto, Melrose Avenuey, muy cerca, el Chateau Marmont, junto a una calle que sube empinada hacia casitas residenciales. La verdad, me recordó a Quito. Alguna vez, mi amigo arquitecto Mathieu me había dicho que, si alguna ciudad le recordaba a Los Ángeles por el desorden, por el estilo kitsch, por el nada que ver de una construcción con otra, por el tráfico y por las distancias, era Quito, guardadas las debidas proporciones. Pero, sí, aunque parezca difícil de creer, hay un camino que me recuerda a Guápulo. Calles y más calles idénticas al sur de Quito, sin ninguna gracia, y de pronto, algo que llama la atención, una construcción que sobresale, que impacta. Tantas cosas que no alcancé a hacer, visitas, sensaciones y espacios que formarán parte de un segundo blog y de un tercero y de un cuarto. Tomará tiempo completar mi agenda porque cualquier traslado demora hora y media. Punto. Es eterno. Nada está a diez minutos.



La gente es amable. Ésa fue una sorpresa. Había esperado agresividad, así que estos gestos me fueron cautivando con el pasar de los días. Desde el inicio, recibí ayuda. Tiag y yo queríamos comprar algo básico para comer. Pregunté en la recepción del edificio por un local de CVS. La chica me explicó que la más cercana estaba a treinta minutos a pie. Yo quería caminar, pero recordé la canción: Nobody walks in L.A. Sin embargo, muy cerca al freeway de nuestro vecindario, había una tienda Target, enorme como todo en L.A. La chica de la recepción caminó una cuadra entera con nosotros para explicarnos cómo llegar caminando en quince minutos. Debíamos ser los únicos transeúntes en una ciudad que lo que más tiene son parqueaderos enormes. Y nos paramos en el puente a mirar por unos minutos, con vértigo, el freeway y el millón de autos que pasaban. Me vinieron a la mente escenas y sentimientos como en la película Tan Lejos, Tan Cerca de Wim Wenders.


Caímos en novatadas. Habíamos pasado la tarde deambulando por el Paseo de las Estrellas y queríamos prepararnos con tiempo antes de asistir, en el Hollywood Bowl, a un concierto en vivo de la música de Star Warscon la proyección simultánea de la película, un regalo de mi hermano Sebastián por mi cumpleaños. Como disponíamos de tres horas, obviamente teníamos tiempo para descansar, nadar un rato en la piscina y cambiarnos de ropa. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Tal vez, en otra ciudad. Pero, en Los Ángeles, no. Casi no llegamos, casi enloquecemos y casi nos chocamos en el intento. Ahora, ya aprendí. Una hora tiene otro significado en esta ciudad. Para el final de la noche, la música fantástica y la magia de Hollywood nos calmaron y nos devolvieron el buen ánimo.



En Los Ángeles no necesitas saber inglés, true, estás en otra ciudad de Latinoamérica. En el taller mecánico nos recibió con sonrisa, Carlos: “Venga pa un ladito, que nuestro jefe, el chino, le va a cobrar más, pero nosotros le ayudamos, véngase”. Y por veinte dólares arreglaron un problema en el auto de Morgana. Quienes nos recibían el auto en el parking de nuestro edificio, siempre con sonrisa, trataban de no cobrarme el valet parking. “Vaya nomás, tantito, no se preocupe”. La vecina mexicana de Morgana, con su pelo largo retinto, salida del México profundo, se sienta a tomar el sol en el mini, mini espacio verde que tienen, como añorando sus tunas. Viven quince en ese departamento, todos mexicanos en busca del American Dream, el sueño americano. Los miro, los entiendo, mi hija también está en busca del mismo “sueño”.


No sé, opiné que Los Ángeles me iba a resbalar, que no me iba a llegar. En cambio, me ha intrigado, la palabra es ésa. Sin imaginarlo siquiera, algo apareció el penúltimo día en pleno downtown, gracias a una sugerencia, la maravillosa “The Last Bookshop”. Literal, tienda de libros viejos y nuevos, espectacular, enorme, cautivadora, me dejó con insaciables ganas de volver, de imaginarme otra vez de veinte años llegando a instalarme allá, con mi morral lleno de sueños para hacer cine o escribir novelas. El mundo es ancho y ajeno, como decía Ciro Alegría, pero sentí que Los Ángeles es como el Tokio de Sofía Coppola, al principio, te pierdes en la traducción, no lo logras descifrar. Pero, con cada día que pasa, te vas enamorando más de la ciudad. En medio de ese caos, hay poesía. Me visualizo escribiendo historias de como conviven, sin aparente rivalidad, la opulencia más grande con la impactante pobreza en las aceras. Es un mundo políglota. Todos son bienvenidos, latinos, orientales, árabes, a pesar de las rabietas racistas de Trump.



Mi hijo me preguntaba por qué, cada cierto número de cuadras, se veían anuncios de dispensarios de weed, o sea, venta pública y legal de marihuana. Mami, es increíble, me decía. Son más abiertos, le respondía. No se hace problemas la casa pobre junto a la mansión, o al revés. Y la ciudad sigue creciendo en medio del caos. Y sí, hay que buscar bien en medio del pantano, pero la flor de lotus se encuentra ahí, y pienso que volveré a imaginar que soy joven y que empiezo de nuevo y que las estrellas de Hollywood Boulevard se iluminan por las noches para mí, que me lleno de historias que se leen al por mayor, porque entiendo sus mentes. Como dijo mi actriz Toty Rodríguez, yo lo que soy es una esponja que absorbe historias, y en esa ciudad hay historias para perderse, como en un laberinto fantástico, tantas cuantas habitantes residen aquí y tan fantásticas y maravillosas como sus noches. A veces, uno quisiera frenar el tiempo para poder alcanzar a hacer más cosas. Y ahora, mientras escribo, visualizo por las noches ese no sé qué y pienso que algo tiene que ver esa ciudad con mi caos interno, con mi gusto por lo kitsch, con la cantidad de cosas dispares que tengo en mi hogar. Creí que no me iba a gustar y, oh sorpresa, me cautivó.

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