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Carta 62 - ¿Qué pasa cuándo se acaba?



¿Comienza algo otra vez? Suena lógico, pero no lo siento así ahora. No me gusta el mes de septiembre ni el regreso al colegio. En verdad, me gustó una sola vez, porque en esa ocasión regresaba para filmar una película y eso era lo más grande y maravilloso en mi vida. Hace dos años, a finales de agosto, Nadia estaba sentada a mi lado en el avión, regresando a vivir en Quito conmigo, luego de 3 años en París. Estábamos dichosas. Empezábamos un proyecto especial y yo sentía la felicidad en grande, por varias razones. El sol había vuelto a brillar en mi vida y sólo ansiaba volver a mi ciudad.


Ese fue el único septiembre que recuerdo me haya gustado en mi vida. De los demás, guardo recuerdos más bien brumosos, feos. Por muchos años, ese mes simbolizaba mi regreso a París y a los estudios, al final de un verano fucsia lleno de amigos y bailes. De niña, el regreso de las vacaciones representaba un verdadero martirio. Junio marcaba el inicio de los sueños, julio y agosto, la felicidad total. Y septiembre presagiaba octubre y el gris del inicio de clases. La verdad sea dicha, yo odiaba el colegio, era un niña tan tímida y nerviosa que mis compañeros me asustaban y los profesores ni se diga. Era feliz sola. Sola con mis libros que mi madre, como premio al pase de año, me compraba en julio en la librería Pomaire en la avenida Amazonas. Y así empezaba el viaje dentro de mi habitación o encerrada a escondidas en el estudio de mi padre. No necesitaba de nada más.


Escribía en mi diario como ahora lo hago en mi blog y me sentía bien con mis sueños. Recuerdo que trepaba un árbol en la finca donde íbamos de paseo, en compañía de mi gato Skippy (personaje del Paraíso de Ariana) y con algún libro de Louisa May Alcott más un atado de mandarinas. Recuerdo que me quedaba allí horas sin bajar. Una vez, sin embargo, encontré un retazo de un periódico anunciando una película con Angélica María. Lo subí a mi árbol para ojearlo, una y mil veces. Me preguntaba qué mundo mágico sería ese de las películas. Tenía tantas ganas de ir al cine... Y miren nada más lo que pasó en mi vida… hice cinco películas y una teleserie de 24 capítulos. Y si tuviese a la mano el capital requerido, seguramente estaría planificando la próxima, aunque dudo mucho que vaya a suceder.


Pero, me encaminé por la tangente, como me suele observar tantas veces mi Bogie, quien merece un blog especial pues, en función de las circunstancias, él también se pone distintos sombreros. A veces es Mr. Higgins, otras mi Bogie y otras Mr. N. Qué pena, otra vez me escurrí por la tangente… Para volver a lo esencial, y lo que más afecta al ser humano, es decir las despedidas. A Mr. Higgins le gusta que escuchemos un podcast de filosofía. Yo tengo que repetir varias veces el mismo episodio porque suelo quedarme dormida. No porque no me guste, sino que las voces escuchadas tienen en mí un poder soporífero. En todo caso, en el podcast que escuchamos acerca de Platón se hablaba mucho de la cueva y de la zona de confort. Uno se resiste a dejar el ambiente cómodo que conoce, aunque nos tiente afuera un sol brillante y un lindo panorama.


En la charla sobre Kierkegaard, filósofo que siempre me gustó, me sacudió la mención a la angustia y me transportó al pasado. Recuerdo como si fuera ayer. Quinto curso, sociales, clase de filosofía dictada por el Dr. Juan Manuel Rodríguez. “Al nacer sentimos la angustia de Kierkegaard”, dijo. Y mis ojos se abrieron cual platos. La angustia, sentimiento que me ha perseguido toda la vida, mi enemiga más grande, contra quien combato a diario porque comporta una fuerte carga de dolor. Neal Cassady, famoso personaje inmortalizado por Kerouac, cuando conoce a Carolyn y le propone encerrarse una noche y tomar benzadrina, le dice: “Vamos a ser felices durante muchas horas, nada va a cambiar, simplemente nos vamos a sentir tan bien, vamos a hablar, a reír y el sentimiento de felicidad va a ser total. Suena maravilloso, ¿verdad? Sólo hay un pequeño, pero muy pequeño detalle, mas vale la pena que te advierta”, murmura Neal. “¿Qué es?”, pregunta ella, ingenua. “No es nada, pero vale la pena estar preparado y es que, luego de 24 horas de felicidad total, te viene un dolor, una angustia y una tristeza tan fuertes que no se te quitan por nada y duran varias horas.” “No será tan terrible”, piensa Carolyn, quien acepta la propuesta y pasan la noche más hermosa, no de caricias, ni de sexo, sino de sentir la felicidad y de conversar pensando que la vida sí es hermosa. Pasadas ya las 24 horas, de pronto y sin previo aviso, recuerda haber sido golpeada con tal fuerza por la depresión y la ansiedad que no entiende cómo manejó el momento, pero la tristeza y el bajón eran tan intensos que llegaron a ser casi inmanejables. La mayoría de las personas prefiere no pasar por estos altibajos, mantenerse en la estabilidad plena. Mucha gente no se arriesga, no viaja a sitios extraños, permanece sosegada en su rutina. Al contrario, algo en mí no me ha permitido ese camino, aunque sí lo he intentado.


Y así fue esta última vez. El mes de junio llegó con cielo azul, el anuncio del verano, el viaje de Tiag a su campamento, el estreno de mi obra de teatro y luego mi viaje. Bueno, ¿y qué pasó? Pasa que ahora estoy en el avión de regreso a Quito. Ya el paseo acabó y necesito dormir. Quiero meterme a la cama con una caja de chocolates y la mente en blanco. Me llegó un bajón en reacción a toda la adrenalina vivida en estas últimas semanas. Y esto me regresa a lo de los aeropuertos y su dimensión negra. En el de Los Ángeles, dejé a mi hija Morgana, luchando para salir adelante como compositora de música para películas, compitiendo en un mundo lleno de aspirantes para los pocos cupos disponibles. En el de Miami, despedí a mi hija Nadia, a estas horas sentada en un avión rumbo a Milán para iniciar allá sus estudios de posgrado.


Ahora estamos de regreso Tiag y yo, el mejor equipo, pero bien tristes. Diane Von Furstenberg, una de las mujeres que más admiro, narraba en su biografía que dejó a su hija Tatiana en la universidad y que no hizo sino llorar a mares en el tren durante todo su viaje de vuelta. Hace nada le dije chao a Nadia y no pude contenerme, es decir, le di la bendición como hacía mi mamá, pero rehusé llorar. Más tarde, en la manga de ingreso a nuestro avión, ya no pude aguantarme. Tiag me abrazó. Y ya. Después, sólo cerré los ojos y me dormí. Me desperté con dolor en los tobillos y una zozobra en el corazón que nada me la puede quitar. Soy mantequilla pura, lo reconozco. No me gusta, lo admito.


Ayer me metí al mar en Key Biscayne y me quedé horas en el agua, pensando que no me agrada que mis hijos crezcan; que me asusta pensar que los años pasan para mí; que éramos tribu y eso era tan agradable; que a veces me sacan de quicio, pero que lo vale cuando estamos todos en la cama viendo películas. Que soy cascarrabias y quiero todo a mi manera, pero que ellos a veces son malcriados, y que, no obstante, eso no importa porque hay momentos en que sólo nos reímos.


Hace unos pocos días mi Bogie, quien procura culturizarme, me mandó un artículo del New York Times sobre una mujer a quien le diagnostican cáncer y ella, calculando los meses que le restan, se prepara para morir. No lo hace deprimida porque piensa que es la nueva etapa por la que debe pasar. Entonces, compra un vestido que le quede bien, para ser enterrada elegante. Envía invitaciones a las personas que ella desea que la acompañen en su sepelio. También ha organizado su cremación. Está preparándose para botar o donar todo lo que posee. Y esto lo ejecuta con tranquilidad. Su única preocupación es que el evento no se dé en septiembre sino en agosto, porque en agosto no queda un alma en París ya que los parisinos salen todos, absolutamente todos, de viaje. Debo morir en septiembre, afirma esta mujer a la periodista que la entrevista. Esta historia me llevó a cuestionarme, una vez más, muchas cosas, cómo por ejemplo, qué me espera a futuro y a pensar inclusive y por qué no, sin ser negativa en preparar y dejar organizadas mis cosas para no torturar a quienes quiero cuando muera.


Ya lo dije antes, en otro blog, pero como todo está concatenado, de una a otra experiencia vuelven los mismos sentimientos y, en este caso, la verdad, nunca me visualicé llegar a los 54 años. Era algo que jamás iba a pasar. Y no tengo muy claro para dónde ir. La Viviana de 18 años, aquella que entró a estudiar Letras Francesas en la Sorbona y que creía que iba a escribir un bestseller, ésa no se dio. Escribió cinco novelas, pero no fue JK Rowling. En cambio, nunca imaginó que iba a hacer, no una, sino cinco películas y que iba a escribir, dirigir y producir, no una, sino más de una docena de piezas teatrales. La vida me proporcionó eso, yo no lo busqué como meta. Alguna vez, una amiga actriz me dijo: “Tú no buscas los proyectos, estos te llegan”, y así es. Pero ahora, llevo en mi frente la P de perdida, es decir, tengo muy claro lo que quiero hacer, pero no sé cómo realizarlo, cómo venderlo, porque la tecnología me ganó. En fin, esto no viene al caso. Al caso viene el cómo sobrevivir al final de una etapa, sea esto el final de una relación, el final de una vida. O el síndrome del nido vacío. Era hermoso cuando vivía con Morgana. Ella se fue. Era especial y desafiante la vida con Nadia. Ella se acaba de ir. Ahora queda Tiag, gracias a Dios que le tuve. Y ahora enfrento el pasar de los años. Veo amigas que siguen farreando con frenesí, así era mi madre en sus cincuentas. Tenía un grupo hermoso llamado La Comunidad y alguna vez llegaron a meter un caballo en la casa de la hacienda. Yo no tengo ganas de volver a farrear. Estoy regresando de un viaje y debo comenzar este proyecto, que soy yo misma, para que un público internacional tenga acceso a mis obras. Este desafío me asusta.


A veces deseo pedir, paren un ratito el mundo que me quiero bajar, quiero hacer una pausa hasta ver cómo mismo arranco. La energía se me va y luego vuelve. Odio el que digan que todo pasa por alguna razón. Eso funcionaría si supieras cuál mismo es la lección que te corresponde aprender esta vez, pero, hasta ahora, yo no entiendo cuál es la lección de mis fracasos matrimoniales, por ejemplo. Le metí ganas y no me gusta ser víctima, pero no entiendo el porqué, aunque a la vez, como dice Carolyne Miss, quien me encanta: “No te preguntes por qué te pasa algo, ¿quién te crees? ¿alguien tan grande que pensabas que nada malo te iba a suceder, que todo le iba a ocurrir a tu vecino?” En todo caso, toda esta perorata, es para compartir que me gusta desahogarme, que sé que a mucha gente le pasa lo mismo que a mí. No a todas, hay perfectas optimistas, que su vida es un continuo color de rosa, qué suerte. No es mi caso, mucho ha sido bueno sí, pero, ha habido momentos que hubiera preferido que no me sucedan muchas cosas que me han pasado.


En todo caso, como dijo una cantante country que me fascina, Patsy Cline, luego de verse las cicatrices en su rostro, después de un terrible accidente en automóvil: “¿Así que es con esto con lo que tenemos que vivir? Ok, vamos entonces, traigan mi maquillaje y comencemos a esconder las cicatrices.” 54 años y en mi vida hay un nuevo cambio, muy fuerte: mi hija Nadia se ha ido. 54 años que no son 53 ni 52 ni 51 ni 50. Debo empezar a aprender cómo enfrentar lo que se viene, entre eso, mi nuevo camino, mis finales, mi propia descomposición, cada vez más canas, que se cubren con bigen, ya no cada dos meses, ni cada mes, sino cada quince días. Un cuerpo que, por más que lo ejercito, ya no quiere muscularse como cuando tenía veinte. En el registro de lo positivo, cuento con mi peso estable, una sonrisa y, tal vez, muchas alegrías. Estamos aterrizando en Quito. Mi Bogie me espera y eso me entusiasma. Tiag y yo, el mejor equipo, nos disponemos a vivir nuevas aventuras, pero luego de unos días de bajón, como fue pasada la benzadrina en el caso de Neal y Carolyn. Creo que, si una quiere tocar las estrellas, tiene que estar preparado para la caída que va a ser dura, pero que, pasado el moretón y las abolladuras, una se vuelve a levantar.


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