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Carta 5 - París y las despedidas


Viviana Cordero. Escritora, directora teatral y de cine ecuatoriano.

Recorríamos Francia ¿Habíamos llegado ya a París? ¿O fue en Viena? Lo cierto es que luego de una llamada a Quito, Mamá ya no volvió a ser la misma. Lola, la profesora de piano de Juan Ricardo había fallecido. El futuro de su hijo no podía seguir sin su maestra. Al escuchar la noticia Juan Ricardo enmudeció durante toda la noche. Se recostó en la cama del hotel y no se movió. Al día siguiente nos anunció que él no volvía a Quito. Tenía 12 años.


No recuerdo que esto haya sido sometido a discusión por parte de mis padres. Lo que recuerdo es a Papá llamando a un pianista ecuatoriano que vivía en París para contarle como si fuera lo más normal del mundo que necesitaban un internado para música o una opción para Juan Ricardo. No recuerdo tampoco cómo apareció Madame Nicole, una señora ya madura, muy delgada con el pelo negro y con rostro sospechoso, pues sólo sonreía. Ella era maestra de piano y ofrecía albergar en su casa a Juan Ricardo. No vivía en París sino en las afueras. Mis padres hablaron con ella durante un largo rato y al día siguiente fuimos a conocer su propiedad.


Al escuchar la noticia Juan Ricardo enmudeció durante toda la noche


Mi mamá, mientras Papá conducía decía que era una señora angelical. En la propiedad que era en el campo se encontraba Veronique, la hija de Madame Nicole, una chica muy guapa que nos llevó a pasear a los cuatro. Nos entendíamos en inglés, español y la gota de francés que hablábamos. Recorrimos el lugar. Nos enseñaron el cuarto que iba a ser de Juan Ricardo y luego salimos a pasear por el campo. Almorzamos y por la tarde mis padres se sentaron a conversar con Pierre. Pierre me parece que era el novio de Veronique, pero no era un joven, era un señor quizás de unos 30 años. Él era el que decidía lo que se hacía en la casa no sé por qué. Mi padre quería saber cómo iba a desarrollarse la estadía de Juan Ricardo. Le preocupaba el que le hicieran asistir a todos los conciertos que quisiera y luego quería saber cómo iban a organizarse sus horas de práctica en el piano.


Algo no cuadró. La mirada de Pierre, la sonrisa de Madame Nicole o la picardía de Veronique que trataba de entretenernos a como diera lugar, no sé por qué. A mí me parecía tan bonita. Su meta, como nos explicaba era convertirse en actriz. Ya en el carro, le preguntaron a Juan Ricardo que cómo se sentía. Él respondió que bien. Juan Ricardo siempre respondía que bien. Nunca se hacía problemas mientras estaba cerca de todo lo relacionado con su música. Mamá en cambio no estaba bien. Él no se queda, le dijo a mi papá. No quiero, no me gustan, no me dan confianza. No le van a llevar a ningún concierto. ¿No me van a llevar a ningún concierto? Preguntó Juan Ricardo. No, hijito, no te van a llevar a ningún concierto. Pero yo me quedo, contestó, Juan Ricardo. Yo quiero ser pianista.


Al día siguiente se tomó la decisión. Toda la familia viajaría a vivir en París luego de un año. Para mí fue un baldazo de agua helada. No podía protestar, era un hecho. Estaba decidido. Tenía dieciséis años y a los dieciséis años, por regla una odia a los padres. Al menos yo odiaba a los míos. Mi sueño era ser punk y rebelde. El hecho de que mi hermano triunfara hacía que el mundo que tanto me había costado conseguir se derrumbara, pero eso a nadie le importaba. Yo no era nadie en esa época en la casa. Yo misma no me consideraba nadie.


En cambio para mi mamá es el sueño hecho realidad. Desde que se casó con Alejandro, lo había soñado y él le decía: Algún día nos iremos a Europa. De pronto este anhelo parecía concretarse y ella no podía sino sentir el corazón alegre y liviano.


Se podía pensar en un internado en Estados Unidos o en una ciudad que formara de verdad pianistas. París podía ser muy París, pero no había sacado pianistas de la talla de Zimmerman o de Azkenazi o de Martha Arguerich. La verdad es que Mamá quería ir a París. Desde joven soñó con París, se metió en clases de francés apenas pudo y no había poder humano que le hiciera pensar en otra ciudad.


Al llegar a Quito la familia entera vino a visitarnos, como se estilaba en ese entonces. Se lanzó la noticia bomba. Nos vamos a París. Para que Juan Ricardo sea el mejor pianista del mundo. Yo, lo único que me sentía era desprovista de identidad. Justo cuando había logrado convertirme en alguien en el colegio, se acababa todo.


Ariana, o sea yo, había sido un ser bastante invisible hasta ese entonces. Me creía fea, me sonrojaba por todo y no podía entablar ningún tipo de diálogo con los chicos. Fue de pronto, muy de la noche a la mañana que empecé a adquirir fuerza y de pronto un chico estaba de mí, luego otro y eso me hizo sentirme buscada. Me vi al espejo y ya no era fea. Cuando esto ocurre luego de años de haber sido completamente ignorada una no puede perderlo. Eso no se da así que así. Ahora, yo era alguien con nombre, que caminaba por los corredores del colegio y que lo hacía con alegría.


Yo no era nadie en esa época en la casa. Yo misma no me consideraba nadie.


Recuerdo escuchar embelesada las historias de juventud de mi madre: que había sido la más linda, que era perseguidísima, que se peleaban por bailar con ella en las fiestas. Yo imaginaba que lo mismo me iba a ocurrir. Tenía plena seguridad, pero no ocurrió, ni parecido. De niña fui muy linda y pese a mi timidez me elegían madrina de los deportes. Pero cuando terminó el sexto grado decidí cortarme el pelo y quizás ése fue mi error, pero es que tuve ese impulso, esa novelería y cuando entré a primer curso, es decir oficialmente a ser una señorita, el pelo no me favorecía. Además mi grupo de amigas seguían siendo niñas y yo me sentía fuera de foco totalmente. Era una total looser.


Ahora, cuando me miro en las fotos, me veo hasta bonita, pero en ese entonces no lo creía. Así que pasé el primero, el segundo y el tercer curso sintiéndome invisible, cero popularidad, viendo como ninguno de los chicos que a mí me gustaban me volteaban a ver. Pero eso había cambiado cuando mis padres decidieron que teníamos que ir a vivir a París. Ahora que ya no me quedaba sentada en las fiestas esperando a que me sacaran a bailar para luego llorar durante todo el día siguiente ante la mirada triste y resignada de mis padres que me preguntaban emocionados ¿y cuántas piezas bailaste? Y yo respondiendo dos, como mucho, cuando la fiesta había sido un éxito, me cortaban todo.


Ahora que mi pelo era hermoso y mi cuerpo esbelto. Me quedaban nueve meses, nada más que nueve meses. Cuando una es joven piensa que el tiempo no transcurrirá, pero pasó y llegó la fiesta de despedida que me hicieron donde mi amiga Fernanda. Todos bailamos. Se formó un círculo enorme y yo estaba en el centro. Todos se turnaban por bailar conmigo. Ya casi lo había olvidado y eso que prometí no olvidarlo nunca. Vamos, Ariana, recuerda un poco más. Por la tarde con el gordito Andrés y el Charlie buscando el equipo para la fiesta. Luego la gente que poco a poco comenzó a llegar. De pronto todos, todos mis amigos estaban ahí y de pronto esa ronda en tu honor. Nunca más me sucedería eso y ahora casi lo he olvidado. ¿Cómo puede una olvidar algo tan bonito?


Mi novio celoso, pero luego nos hicimos de a buenas. Yo no quería en ese momento estar con él. Era mi última oportunidad para divertirme. Ya me iba a París y a mi novio se le ocurría ponerse celoso. ¿Cómo de la noche a la mañana pude llegar a ser tan querida? Ahora lo era. Y ahora me iba. Los días pasaron y llegó el día. Y me fui y en el avión traté de calmarme, pero cuando entré al baño del hotel, una vez que llegamos a París, no pude aguantarme y sentí miedo, algo así como los prisioneros cuando entran a la celda. Tal vez ya no había nada que hacer. Me iba a quedar once meses en esa ciudad sin volver a Quito, y luego muchos años más. Pero por qué. No entendía cómo lo había tenido todo y ahora no tenía nada.


Por la noche me coloqué el walkman, la última invención del momento y escuché A soapbox opera de Super Tramp. El nudo en la garganta. El recuerdo de mi mundo. Y desde el día siguiente comenzó con lo que sería mi refugio de por vida, la escritura. Empecé a escribir a mis amigos, verdaderos testamentos, y luego a vivir por esos momentos. Que llegue una carta, diosito y esa llamada del gordito Andrés a las cinco de la mañana que me dejó feliz por una semana y en cambio la super frustrante del Charlie con mis padres escuchando. Me recuerdo en la parada de metro Chatelet-Les Halles con los lentes punks que me compré con mi amiga Juana en Beaubourg sintiéndome a la moda y mi padre preguntándome que en qué me había gastado toda la plata. Ariana, tenías cuarenta y siete años cuando escribiste esto y ya se te ha olvidado casi todo. ¿Qué es una vida, Ariana?


¿Cómo de la noche a la mañana pude llegar a ser tan querida? Ahora lo era.


Y por eso vuelvo a Julio de 1981, qué recuerdo de Julio. Un profesor en la Sorbona diría que para escribir uno tiene que dejar que el tiempo pase porque de lo contrario no se tiene distancia. Tal vez no es el mejor consejo porque uno pierde sentimientos y ahora los recuerdos de Ariana son vagos. Ya se ha ido la ira que sentía contra sus padres. Ya se ha ido el dolor y la falta que le hacían sus amigos. Ya se ha ido el olor y el sabor. Será la escritura la que la ayude a remontarse, como la trillada Madeleine de Proust.


Salimos a París, parece que vía Miami. Habíamos dormido en casa de la abuela paterna. Se hacen presentes sus llantos, su negativa de ir al aeropuerto y Ariana siente amortiguamiento porque ya no había más remedio, no había nada que hacer. Se le acababa el mundo en ese momento y apenas estaba por cumplir diecisiete años.


El coche recorre la ciudad. No es la ciudad grande y llena de autos de hoy en día. Es una ciudad más bien pequeña. Jerónimo está con diarrea. El tío Alfredo que se había graduado de doctor en medicina hacía poco había dicho en la mañana, al preguntarle Mamá por algo que le contuviera: - Pónganle un corcho hasta que lleguen y en París hace la gran cagata. _ Todos reímos y eso distendió un poco los ánimos. Eso fue el día anterior. El día anterior a mí todavía me parecía que era lejano al día de partida. El día anterior estuve con mis amigos, con mi novio. ¿Qué mismo era el amor? No lo pensaba mucho. Lo que me gustaba era que me busquen los chicos. Era bonito sentirse perseguida.


Habían pasado la Seis de diciembre y por la Eloy Alfaro nos encaminamos hacia la Shyris. Por ahí seguirían recto hasta tomar la diez de agosto y llegar al aeropuerto. Es la última vez pensé con tristeza. Es la última vez, pensó Juan Ricardo con alegría. Es la última vez pensó Mamá con ilusión y miedo. Es la última vez, pensó Alejandro con miedo y con incertidumbre sin imaginar que en tres meses estaría muerto. Toda la familia se trasladaba a París. Locos es lo que la mayoría opinaba. Un poco, tal vez, pero mis papás así lo habían soñado: algún día vivir en Europa. Trato de no pensar. Todavía tengo el aeropuerto. Sé que ahí están mis amigos. El carro sigue y sigue, de pronto se va deteniendo hasta que finalmente para y bajamos.


Ariana, tenías cuarenta y siete años cuando escribiste esto y ya se te ha olvidado casi todo. ¿Qué es una vida, Ariana?


Ahí están mis amigos. Están llorando. Los miro y me quedo con ellos, pensando que a lo mejor, todavía no es tarde. No me quiero ir. No me interesa ni la cultura ni la promesa de que a lo mejor allá voy a tener mejores amigos. Aquí es mi vida, aquí es donde me siento bien. Están también mis tíos. Mi padre pierde la paciencia ante tanto gentío que ha venido a despedirnos. Nos registramos y entramos, dice. Pero recién es la primera llamada, musito. No, no, nos registramos y entramos. Los miro. No lloro pero no quiero despedirme. Todos me entregan cartas y regalos, son tantos, pero mi novio no llega. No voy a entrar todavía, dice Ariana, hasta que llegue el Charlie y el Gordito Andrés que es mi mejor amigo. Mi padre está cada vez más tenso. Finalmente ha sido difícil mudarse a otro sitio. Finalmente ha sido difícil dejar la Tierra. En ese momento detesto a mi familia y a Juan Ricardo.


Mi padre apura las cosas y ordena. Me despido. Mi abuelo no llega a despedirse. Mi mamá se pone mal, pero no desobedece a mi padre. Ya no hay nada que hacer. Faltan once meses para volverlos a ver. Una eternidad. Llega el Charlie y llega el Gordito Andrés. El Charlie trae un Curius George de peluche. Rompo en llanto, ya no puedo más y entonces ahora los recuerdos son como una bruma. Siento que me duele el pecho. Mi padre quiere que entremos a como dé lugar. Ya, Ariana, me dice mi madre. Y tengo que entrar, tengo que decirles que no me olviden, pero no me salen las palabras. Tengo que pedirles que me esperen para seguir bailando Gloria, Aire y Claridad. Y el Charlie que me dice que me abrace a su Curius George y yo que siento que no puedo, no puedo y el resto es como una nube que me aplasta, una nube negra y entro y se acabó.


Rompo en llanto, ya no puedo más y entonces ahora los recuerdos son como una bruma.


Así se acabó para siempre una etapa de mi vida. Así cambió, Juan Ricardo. Así le entregué mis sueños a mi hermano. Así nos fuimos y no hubo vuelta atrás. Y el dolor de ese momento es la alegría de este presente que hace que París ya no sea mi enemiga sino un lugar de magia donde lo negro se convierte en blanco y entienda que la decisión de mis padres fue un regalo que me dieron, el más preciado de todos y que mis años en París, contigo, Juan Ricardo, no los cambiaría por nada.

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