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Carta 49 - ¿Qué queda de un viaje?

Hace un par de semanas estaba en París. Había aterrizado un domingo por la noche, es decir, que a esta hora eran las cuatro de la tarde allá. Ahora estoy en Quito contando esta aventura. Volvamos al inicio. El corazón se agita y el estómago se revuelve de emoción y angustia cuando una va a emprender un viaje. Sin embargo, esta vez estaba decaída, debido a una infección que tuve así que, con toda honestidad, me hubiera gustado aplazarlo una semana, pero los viajes no se mueven, desde que no hay asientos y cobran multa por cambios en los itinerarios; desde que uno debe reservar con mucha antelación el hospedaje; desde que las visas Schengen las dan por los días exactos, es decir, desde que la burocracia es parte de nuestra cotidianidad. Así que, con extra dosis de antibióticos, hice maletas y Tiag y yo volvimos a ser equipo. Y como no estaba deprimida, sino que estaba con canas, volviendo al tema que ya traté en el blog anterior, me fui a pintar el pelo un día antes de la salida. Es que no hay nada más triste para una mujer que verse al espejo con las sienes blancas. Nada más reparador que ir a la peluquería y volver a ver mi pelo negro, como lo decidí cuando tenía 25 años a fin de representar el papel de Quiara en Sensaciones.




Todo cambia, eso ya es prehistoria y, saliéndome por la tangente, ya que este debería ser el verdadero título del blog, "la tangente", recuerdo que cuando quise el papel de Quiara tenía el pelo color caoba, pero, todos decían que no se me veía lo suficientemente dura. Entonces, una noche, fui y me lo pinté de negro azulado y mi cara se volvió fuerte y dura, la que antes era suave y dulce. Desde ahí, ese es mi color natural porque la verdad verdadera es que comencé a encanecer a los 20 años y como, según yo, ninguna mujer puede sentirse contenta con pelo blanco, porque definitivamente es algo que entristece, que acaba, que deprime, comencé a pintarme a los 20 y lo seguiré haciendo, solo que, antes lo hacía cada 4 meses, luego cada tres y así sucesivamente hasta que, ahora, es cada 18 días, martirio de los martirios. En todo caso, con el pelo negro y la maleta pasamos migración y luego Tiag y yo nos tomamos nuestra clásica foto. Cada vez que salimos nos paramos en exactamente el mismo puesto y nos tomamos una selfie. Después, pasamos a Johnny Rockets y saboreamos un milkshake de vainilla en honor a mi padre. Hace años, escribí un cuento que se llama "Un hot-dog y un milk-shake" en el cual mi padre nos invitaba a tomar milk-shakes en Estados Unidos; era nostálgico e hizo parte de mi novela "El Paraíso de Ariana". Pensé en él, tanto tiempo ya de su muerte, es como una foto que se va borrando. Miré a mi hijo, una vez más, él y yo. Me gustan esos momentos. Que el tiempo pase lento, que demore en crecer. Pasamos al avión. Tiag lo encontró espectacular pues tenía una pantalla individual con muchas películas y yo me pegué a él y traté de dormir. Saltar el charco toma tiempo y duelen las piernas. Vi una película a medias. Estaba incómoda, no podía levantar los pies y el tiempo no transcurría. Nos ubicaron en el último puesto de un avión repleto y, a cada hora, trataba de cambiar de posición. Los minutos avanzan lentos cuando uno menos lo necesita, pero, once horas más tarde, nos recibió finalmente el aeropuerto de Barajas. Debíamos esperar casi cinco horas más para tomar el avión a París. Tiag feliz en el aeropuerto. Yo estaba cansada, pero comencé a recuperarme a través de su entusiasmo. Recorrimos varias veces los almacenes, nos sentamos a comer y tomar algo. Empezaba una etapa de doce días que me iba a sacar de toda mi realidad cotidiana. Eso me gustaba. Ahora parece irreal. Es extraño estar de pronto en un lugar del globo y, luego, otra vez en casa, en compañía de mi gato, sintiendo que quiero estar otra vez allá, pero que eso ya pasó. Entonces queda sólo lo que la memoria guarda. Mucho se pierde. Me veo en el avión ya rumbo a París, agotada, luego tomando el taxi que nos dejaría en Les Halles donde, como es peatonal, jalamos nuestras maletas, llenos de felicidad, hasta llegar al estudio que había rentado y subir los cuatro pisos sin ascensor, con Nadia quien había llegado horas antes de Londres. Ya en el estudio renovado del siglo XVII con decoración de hacienda antigua, devoramos con gran apetito una baguette con queso Président y comenzamos a reír y a saltar. Las vacaciones comenzaban, nada nos detendría. Nada nos detendría, excepto el cambio de horario, al que toma tiempo acostumbrarse, el frío helado que agota, el cansancio de tantos días de antibióticos y las colas eternas en ciertos lugares turísticos. Claro, en mi mente, como yo lo veía, me iba levantar a primera hora, salir a trotar en la Place des Vosgues, después regresaría a arreglarme, saldría a desayunar un croissant y un café para, después, correr al primer museo de día y, luego, al otro y a otro más. En algún momento, compraría jabones de Marsella, miraría vitrinas, aprovecharía que estábamos en los días de grandes rebajas, caminaría a comprar películas francesas y muchos chocolates.




Nos sorprendió la nieve que cambió todo el itinerario. No recordaba que París es una ciudad no preparada para climas extremos y que el cementerio Père Lachaise, que ansiaba visitar, estaría cerrado, al igual que muchos otros lugares, pero que sólo ese trayecto nos iba a tomar casi medio día y que comenzaba a oscurecer a las 5 pm. Tampoco contaba con que no iba a haber recorrido de buses durante algunos días. Nos tocó desplazarnos en metro, sin poder maravillarnos con la ciudad, o a pie, al principio muy divertido, pero, luego de algunos días, la nieve se derrite y el hielo es resbaloso. Sin embargo, como dice mi hija Nadia, no planifiques mucho y déjate sorprender. Cada viaje es diferente y cada vez la ciudad te recibe de distintas maneras. No anticipé caminar por una ciudad blanca, casi sin carros, que no era el París que conocía, pero, que encantaba; ir al Parc Monceau y jugar con la nieve; ver gente esquiando en las lomas de Montmartre; es decir, sentirme en Moscú estando en París. Hay cosas, claro, que me hacen voltear la cara y bajar los ojos. No me encanta la globalización en las ciudades y encontrar que, dónde antes había tiendas clásicas de marcas propias, ahora todo es H y M, Zara, Forever 21, Apple y Claire’s. A mucha gente le gusta, a mí no. Prefiero lo auténtico, las tiendas propias, el antiguo y original Sephora, Fiorucci, Chicago, Jess. Nada de eso persiste y, lo peor de todo, es que el Boulevard Saint Michel está ahora lleno de las nuevas cadenas globales. Se han cerrado casi todas las librerías que frecuentaba de estudiante en la esquina de la Sorbona. Recuerdo al personaje que interpretaba Meg Ryan en "You got mail" en la escena cuando fue obligado a cerrar su pequeña librería porque una gran cadena había abierto una sucursal en su barrio. Soy, supongo, del siglo pasado, donde cada ciudad tenía su encanto propio y uno no sabía con qué se iba a encontrar. Volví a Amsterdam luego de casi veinte años y me impactó que ya no era la misma. Ayer, conversando con mi amiga Toty, me contaba de cómo era Les Halles, repleto de pequeños puestos comerciales de lo más variados y un enjambre de lugarcitos para comer. En los ochenta, en mi juventud en París, lo renovaron para edificar un gran mall. Luego de unos años, entró en una franca decadencia. Hoy, ha sido nuevamente renovado, para convertirse nuevamente en un mega mall aplastante que me produce claustrofobia. Con todo lo que existe en el mundo y con todo lo bueno de la tecnología, intento explicar a mis hijos cómo eran esos rinconcitos que hacían de las ciudades antiguas algo especial.




Ni siquiera lo pueden imaginar. Cada uno busca sus marcas favoritas en cada ciudad extraña y ahí las encuentran. Supongo que siempre he sido un poco Contreras o, tal vez, agradezco el haber podido ver cosas originales, no ese uniforme de las mismas marcas en todo el mundo. Todo esto lo pensaba antes de dormir. Creo que puedo escribir las mejores líneas cuando está a punto de vencerme el sueño, pero, no lo hago por esa misma razón, porque ya no tengo fuerzas para levantarme a tomar notas. Es impresionante la cantidad de ideas que me llegan y, siempre me digo, voy a recordarlas para escribirlas mañana, pero, nunca pasa porque las olvido y creo que así he perdido muchas historias. En todo caso, vagamente recuerdo que ayer, antes de dormir, me hice la pregunta, ¿qué queda de un viaje? La respuesta son muchas cosas: sentimientos; el olor propio del estudio que alquilamos en París; los momentos de risa; la nieve y el frío; el chocolate de Angelina y la crêpe en la rue Mouffetard; el cine a las 9 de la mañana, la mejor película "In the Fade", algo que sólo pasa en París; "Kedi", el documental que me cautivó sobre los gatos callejeros en Estambul; la escritura, porque solamente a través de ella puedo regresar a esos instantes. El tiempo pasa demasiado rápido (excepto cuando uno está dentro deun avión); era enero cuando nos preparábamos para salir, cuando escogíamos los lugares que visitaríamos, cuando pensábamos en todos los programas que íbamos a realizar. Por eso quiero recordar cada momento, todo lo que hicimos, las caminatas, el columpio enorme al que nos subimos en Amsterdam, la exposición de Bodies, el recorrido de los canales, la casa de Anne Frank. Nunca visualicé que yo, la chica pink, estaría recorriendo el museo de las guerras mundiales en Les Invalides, pero, Tiag se moría de ganas. Él decide y yo le sigo. Por eso vuelvo a la imagen de la carrera a contra corriente de Tiag en el pasillo eléctrico del aeropuerto de Barajas. ¿Puedo, mami? Dale, no hay nadie. Sólo resta decir que me alegro haber hecho estas cosas, que no las cambio por nada. Por eso pienso en mi amiga Hilda y su blog sobre África. Ella fue valiente, yo doy pasos cortos, pero, quién quita que, como Auntie Mame, un maravilloso personaje literario, ¿termine yo también dando la vuelta al globo? ¿Será?

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