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Carta 25 - Estambul

Ocho semanas atrás


Estambul


Teníamos planeado en este hermoso viaje llegar a la ciudad de los sueños, la que desde niña me cautivaba por su misterio, la que me recordaba a una de las danzas del Cascanueces que escuchaba de pequeña, sentada junto a la radiola de mis padres. ¿Dónde estará esa radiola? ¿A quién habrán regalado? Cómo me gustaría que volviera a mí, así como el Mercedes Benz de mi padre que no recuerdo ni el año ni el color. ¿Era azul o blanco? Todo se borra, lo que no se borra es la sonrisa de mi padre. Yo me visualizo como una recuperadora de objetos especiales, como por ejemplo el dormitorio de mis abuelos que ahora se encuentra en mi departamento. Siempre soñé con él, pero nunca imaginé que se iba a dar y se dio. Ahora es mío.

En fin… la noche en que llegaron a París mi hijo y mi marido fuimos al cumpleaños de mi amigo Felipe, y desde su increíblemente bien decorado, hermoso y acogedor departamento frente a la Gare du Nord, él, Felipe, con quien ha sido un gusto reencontrarme y a quien veo tan contento y estable ahora, nos hizo tener más deseos de ir mientras degustábamos todos los manjares preparados porél. Cada uno había imagina este viaje a su manera. Hans nos había mostrado vídeos espectaculares de la ciudad, Nadia había comprado una guía que se la leía día y noche, aparte de que tuvo una larga reunión con su compañera de residencia de Estambul de la cual trajo muchos datos; mi hermano Sebastián escribió un mail detallado de todo lo que definitivamente debíamos hacer. Recomendaba como un must el hamam (baño turco) lo cual le sonó a Tiag como el mejor de los programas y en cada lugar en el que ofrecían este servicio, pedía entrar. ‘Mami, dice el tío Sebas que dan unos deliciosos masajes, vamooooooos’, pedía. Supongo que irá cuando sea grande. En todo caso, dejamos París, yo con tristeza, el resto con sueño y de Charles de Gaulle salimos en una aerolínea color rubí con unas azafatas preciosas hacia el misterio de esta ciudad que une el Oriente con el Occidente. Ya en el avión muchas mujeres veladas, comida deliciosa, nos encontrábamos en otro mundo. Pasamos aduana, cambiamos dinero y tomamos un taxi rumbo al hotel. Ni el señor taxista hablaba español, ni francés ni inglés, ni nosotros turco. El lenguaje de las señas. Mientras Nadia iba descubriendo las cúpulas de Santa Sofía y de la Mezquita Azul, nosotros seguíamos buscando Galata Tower suites. Por cuestas tan empinadas como las nuestras quiteñas fuimos llegando; el chofer del taxi nos dio una clase de manejo al descender de retro por una de aquellas empinadísimas callecitas, pues al preguntar le respondieron que se había pasado. Entramos con frío y con lluvia, ¡qué frío! Nunca imaginé que íbamos a tener ese clima, dos grados, a veces menos, llegamos a menos cinco. Mientras subíamos las maletas escuchaba a Tiag y a Nadia saltando y gritando sobre la cama. Habían aprobado mi elección de casa. Cuando Tiag era pequeño a cada hotel que llegábamos en nuestros viajes lo llamaba “la casita bonita.” Esta vez también aprobaron nuestra “casita bonita” por cinco días. Comer, comer, comer. Es lo que más ansiábamos. Hummus, falafel de verdad, gritaba Nadia. Baklava, el dulce que ella siempre comía con su adorada abuelita Mónica. Si hay algo que decir sobre los turcos es que la amabilidad es única. El mozo salió y dijo que nos iba a preparar un plato especial para Hans, Tiag y yo que somos vegetarianos y otro para Nadia. Comimos hasta quedar embotados y no poder pararnos. Así subimos a la torre Galata y miramos desde lo alto el mágico Estambul. Si pudiera traer esas imágenes otra vez a mi memoria. Las trato de recordar con nitidez, pero siempre se disuelven entre la lluvia, el atardecer, el deseo de agarrarlas, el momento que ya no vuelve. Sólo me llega esa sensación de que son únicas. A las seis de la tarde, en sonido surround se escucha el llamado a rezar. Nos deja fríos, maravillados, los hombres empiezan a correr. Cada mezquita se hace eco con la otra. Cae la noche, entramos a un supermercado. Siempre es especial entrar a mirar lo que para nosotros es exótico aunque sea el mismo yogur de siempre, pero escrito en idioma extraño. Llegamos a “la casita bonita.”Caigo rendida y a las seis de la mañana me despiertan otra vez los rezos en surround. Esta vez me produce angustia. Sólo escucho y ya no puedo dormir más. Mis pensamientos en solitario sólo callan cuando despiertan todos. Desayunamos delicioso en el Café Pepo. Platos propios de la ciudad, o al menos así lo creemos. Nadia ya nos tiene organizados a todos. Si hay algo especial en ella es su memoria fotográfica y su capacidad de ubicación. Desde pequeñita su brújula interior fue perfecta. Íbamos a algún lado y ella enseguida me sorprendía reconociendo caminos. Así que completamente seguros, guiados por ella, subimos al tranvía rumbo a Sultanahmet para empezar por Santa Sofía. Apenas me lo creo cuando entramos a ese lugar con el que tantas veces he soñado, el que he estudiado en misépocas colegiales. Santa Sofía, Santa Sofía, cualquier calificativo sobra; es todo, es demasiado. Caminamos, deambulamos, nos tomamos fotos. Nadia y Hans toman fotos. Salimos, parece mentira haber estado ahí y pensar que a lo mejor nunca más vuelva. Nunca se sabe, pero en todo caso no será pronto. De camino a la Mezquita Azul paramos para comer. Nadia está tras el mejor hummus de Estambul y Tiag sigue pidiendo el Turkish bath. Miramos una alfombra y sólo de vernos, el vendedor comienza una persecución angustiosa. Ya nos han explicado que si queremos algo tenemos que regatear. Al menos el triple de lo que nos han pedido. Así que con esta primera experiencia nos damos cuenta cuán difícil es salir de un turco que te quiere vender algo. No nos suelta por nada. Ni siquiera en medio de la lluvia. Y cuando le digo que nos estamos encaminando a la Mezquita Azul, me dice que perdemos el tiempo porque es la hora del rezo y no nos van a dejar entrar. Para cuando nos hemos logrado zafar de semejante problema ya podemos entrar a la Mezquita Azul. Es la primera vez que entro en contacto musulmán. No es una religión que me atraiga para nada. Le tengo miedo, pero estamos fascinados por el ritual. Taparse el pelo, no se nos puede salir nada, taparse lo más posible. Yo tengo mi pañuelo negro, a Nadia le entregan un chador azul. Debemos quitarnos los zapatos. Los hombres musulmanes se lavan los pies en medio de la lluvia y el frío. Se secan con sus medias sucias; me causa repulsión y pienso: no sécómo escapan a la gripe en ese gélido clima. Pero entrar a la Mezquita Azul nos deja boquiabiertos, a pesar de ver que sólo los hombres pueden entrar al centro, a pesar de ver que las mujeres que quieren rezar tienen que entrar a un cuarto aparte y no ser vistas como signo de “nuestra”inferioridad. No somos dignas ante Alá. Camino, miro la arquitectura única. Con mi impermeable negro y mi bufanda del mismo color sé que paso por una mujer musulmana. Sigo recorriendo,no sé ni siquiera cuáles son mis sentimientos. Dos días más tarde en la Nueva Mezquita me infiltro en el cuarto del fondo con todas las mujeres musulmanas y me arrodillo como se arrodillan ellas. Rezo con ellas por la injusticia que se comete en contra de nuestro género, porque he leído tantas historias crueles, injustas, salvajes, porque odio a los Talibanes y quiero que esto acabe de una vez. Le pido a ese dios único que se apiade y retire el fanatismo. Paso por una musulmana más, estoy velada, no soy digna ante los hombres. Salgo, no quiero hablar. Los días se suceden: La Cisterna, el Museo de Arte Moderno, el Museo arqueológico, el palacio de Topkapi, el crucero por el Bósforo, la danza de los dervishs, el Gran Bazar, nuestros desayunos en el Café Pepo. Ahora sé que debo volver a esta ciudad que en medio de tanta maravilla tiene miles de almacenes de focos y horribles ferreterías, que de pronto es una mezcla de la cueva de AlíBabá y la diez de agosto.

Momentos: Nuestra entrada al Gran Bazar, nos han hablado y dado muchas opiniones, de todo tipo, pero nada, nada nos podría haber preparado para esa entrada. Hasta ahora sueño con esas callecitas cubiertas por tantas maravillas, con sus cúpulas decoradas, con ese laberintoúnico. Compramos una lámpara, un juego de té, otra lámpara para el Tiag y ….. UNA ALFOMBRA. Nos llevan a tomar té para negociar la alfombra. A Nadia y a mí nos ignoran, obvio somos mujeres; mi marido saca un talento que jamás había conocido, con su cara de árabe se convierte en el más hábil negociador. En un momento dado enfurece, nos saca a todos del almacén, les dice que si creen que le pueden tomar del pelo; nos traen a ruegos, volvemos, todo es un juego. Tiag se contagia, negocia igual maravillado, a él también lo ignoran, obvio es un niño. Sólo cuenta el hombre de la casa. Pero Tiag está encantado con el té que nos ofrecen, con todo lo que sucede y finalmente salimos cargando una alfombra que nos acompañará por Eslovaquia, Viena y llegará a nuestra casa en Quito. El Gran Bazar es un lugar tan absorbente, tan fascinante, tanúnico, tan agobiante, tan maravilloso, tan, tan tan.... Momentos únicos: pasar bajo todos los libros que cuelgan mágicamente en el Museo de Arte Moderno. Momentosúnicos: sentarnos todos, Tiag incluido a fumarnos una pipa de manzana. Momentos únicos: la cara de la Medusa en la Cisterna. Momentos únicos: la danza de los dervishes arriba, en el barrio donde queda Galata Tower. Por suerte el dueño del Café Pepo nos aconseja este lugar que es el real, el único y durante una hora podemos contemplar a estos monjes que dan vueltas y más vueltas hasta entrar en trance. Odio a los turistas que no paran de aplastar el clic. Momentos únicos: Subir la alfombra y la lámpara toda la cuesta hasta las suites Galata. La amabilidad de la gente esúnica y en varias ocasiones se ofrecen a ayudarle a mi marido. ¿Será que ya estamos viejos y no nos hemos dado cuenta? Momentos tristes: Nadia a las seis de la mañana diciéndonos adiós en el taxi que la llevará a París. Tiene clases y ya no será más parte de este paseo. Nos hemos reído, hemos llorado, hemos peleado, hemos compartido…Se acabó, de aquí hasta agosto. Momentos de belleza: Salir de Estambul con nieve; ver a Tiag bajarse del bus que nos lleva al avión para sentir la nieve, por primera vez en su vida, cayendo en suaves copos que lo bañan. Adiós Estambul, Constantinopla, te pude conocer, y créeme jamás saldrás de mi corazón. Adiós Estambul.


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